La lluvia es una excepción. Y, ¡Oh paradojas!, en cuanto llueve un par de días o tres, se empiezan a oír enseguida las quejas y las lamentaciones de Jeremías : "¡Qué empacho de agua! ¡Qué hartura de lluvia!".

Tal pareciera que el nativo de este secarral angosto tuviera fundidas las luces de la percepción y el común sentido. En el norte cántabro, entre chubasco y garúa, a veces luce el astro, disfrutan de él y no se lamentan. Pero aquí, dos gotas esporádicas y ya estamos de agua hasta las trancas y la coronilla.

Es curioso, y asombroso, que el común de lusitanos y vetones no acabe de embeberse con la orgía sensorial que representa ese maná líquido del cielo. Desde luego, para el campesino, y para el que ora et labora en el agro, la lluvia es otro mundo: Así como se torna oro puro cuando cae propicia y hace brotar los frutos de la tierra, también es un enojoso inconveniente para el que brega a la intemperie.

Pero qué digo de campesinos y labores agropecuarias. El mundo se torna urbano inexorablemente y aquella vida rústica y silvestre, otrora esencial, late y palpita ya triste y solitaria, interrumpida, si acaso, por algún que otro landróver o tractor ocasional. Con una excepción que nos atañe cordialmente: Los cazadores en otoño y algunos en invierno.

Pero ha llovido un par de días. La pátina polvorienta del espacio se ha limpiado y se ha ido a la oscuridad de las alcantarillas; las hojas de los árboles y los lirios del valle lucen su esplendor, y el aire, traslúcido, nos muestra los intersticios de todo el entorno.

Los muchachos, en clase, estudian o leen. Monotonía de la lluvia tras los cristales, y el pobre don Antonio Machado para siempre en Collioure.

Todo está bien. Por fin ha llovido en el páramo polvoriento. La lluvia lo asea todo. Mueve el viento las copas de las palmeras y flamean las banderas de mi patria. Todo está bien; menos mi corazón, todo está bien, como escribió aquel vate colombiano. Beatífica lluvia de abril.

*Escritor.