Son tantas las afirmaciones que rápidamente se desmienten que cabe concluir que nadie sabe de verdad lo que nos depara esta crisis: ni los mercados, donde hay gente que acierta y otra que se equivoca; ni los analistas, que meten mucho la pata y que ni están de acuerdo entre ellos sobre los motivos de lo que está ocurriendo; ni los gobiernos, que parecen más despistados que nunca.

Puede que la cosa empeore hasta extremos que nadie quiere imaginar. O puede también que nos quedemos como estamos. O sea, muy mal. Lo único que empieza a estar claro entre tanta incertidumbre es que, cuando termine la crisis, al Estado del bienestar que teníamos no lo va a conocer ni la madre que lo parió. Los tajos que se le están dando han llegado para quedarse. Y si las presiones sobre la deuda siguen apretando, habrá más. Un periódico italiano, La Repubblica , contaba esta semana que el Gobierno de Berlusconi está estudiando cómo elevar hasta los 70 años la edad de jubilación de los trabajadores que hoy tienen menos de 30. En Alemania, que ya lleva casi 10 años recortando los gastos asistenciales, se disponen a rebajar los subsidios al desempleo. Los periódicos británicos dicen que los recortes de David Cameron van a dejar pálidos a los de Margaret Thatcher . Aquí tenemos lo nuestro y parece que la cosa no ha hecho más que empezar.

Uno tras otro, todos los ejecutivos han desechado, sin reconocerlo, el argumento de que las ayudas del Estado sostienen el consumo y, por tanto, la actividad económica: están cediendo al imperativo liberal que dice que solo se debe consumir con el dinero que se gana trabajando. De la justicia social ya ni se habla- Y hace poco alguien decía que Keynes había resucitado.

Solo los sindicatos levantan la voz contra esos designios. Pero su protesta llega tarde. Tras décadas de pérdida de influencia social, de silenciosa adaptación de sus líderes y de sus cuadros a las nuevas realidades del mercado. Y, además, cuando es muy amplio el sentimiento de que esto no se arregla protestando. Lo cual no excluye que, un día, alguien se líe la manta a la cabeza.