La ofensiva del Ejército paquistaní en la provincia del Noroeste, junto a la frontera con Afganistán, para liberar a Islamabad de la presión de la guerrilla islamista resume todas las carencias y debilidades del régimen del presidente Asif Alí Zardari, prisionero de la soberbia de los generales y de la incapacidad de sus ministros para imponer su autoridad.

Ni siquiera el apoyo que el miércoles pasado dispensó el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, al mandatario paquistaní mengua la manifiesta incapacidad de este para marcar los tiempos, vencer a los fundamentalistas y contener la caída de su país por el despeñadero de un Estado fallido. Más bien parecen llevar razón quienes creen que los esfuerzos para contener el desafío islamista llegan demasiado tarde.

En todo caso, la contraofensiva se produce después de haber dado alas a los líderes sunís deobandis al consentirles la aplicación de la sharia en el valle de Swat, reducto inaccesible del islam más rigorista y anquilosado. Cabe decir, incluso, que se desarrolla después de que el Ejército y el servicio secreto paquistaní (ISI) hayan alimentado, colaborado y protegido a los talibanes, refugiados en las montañas del norte del país y cada vez más activos dentro de un Afganistán más y más inestable.

Los riesgos son enormes porque Pakistán es una potencia nuclear y la seguridad del arsenal atómico es más importante que cualquier otra cosa. Pero los temores no acaban aquí a causa de las dudas justificadas que Estados Unidos y sus aliados albergan acerca de la lealtad de los cuarteles al régimen democrático y de la infiltración islamista en la milicia desde los días del presidente Zia Ul-Haq (1978-1988). Durante una década, la Casa Blanca prefirió sostener a la dictadura y garantizar un Gobierno amigo a las puertas de un Afganistán ocupado por la URSS, a entrar en otras consideraciones. Pero aquel error de cálculo ha traído la incertidumbre presente en pleno auge de los predicadores del martirio y la yihad.

Lo cierto es que mientras Pakistán no ejerza su soberanía sobre las regiones tribales, acose a los talibanes e impermeabilice su frontera, la situación en Afganistán no mejorará. Y en tal circunstancia será infructuoso el apoyo al debilitado --y con frecuencia corrupto-- régimen del presidente Hamid Karzai, que llegará extenuado a las elecciones de agosto y a merced del clientelismo ejercido tradicionalmente por los señores de la guerra.