La extracción del cuerpo de Franco, y su inhumación posterior en un cementerio ordinario, es una normalización democrática, tardía entre otras cosas porque nadie se atrevió a abordarla con anterioridad, pero muy valiosa porque se derriba una de las irregularidades con sordina que nos conectan con décadas tristes e impresentables de una España que retrocedió en la historia mientras el resto de Europa y del mundo se recuperaban moral, democrática y sobre todo económicamente de las secuelas de la depresión de los años 30 y la catástrofe de los fascismos en el viejo continente.

No se le han rendido honores, como algunos han dicho, honores le rindió el régimen autocrático en su día cuando murió, aquello fue un funeral de Estado, con la capa siniestra de Pinochet haciendo sombra en la plaza de Oriente de Madrid en un comienzo de otoño, como el de ahora, pero hace ya 44 años.

No me importuna, e incluso me agrada, que pueda lo de ahora haber sido un acto de Estado, pero un acto de Estado democrático, una de las muchas deudas pendientes que por fin se ha saldado, solo un símbolo pequeño al lado de los miles de asesinados sin nombre, los vencidos, que aún andan esparcidos por cunetas, pozos mineros y otras fosas comunes. Sí, un Estado moderno y democrático tiene todo el derecho a oficializar y solemnizar este acto de justicia y normalidad que da con los huesos del dictador en el lugar privado en el que siempre debió estar.

Malamente se le podrían rendir honores, y no se ha hecho en absoluto, al maestro de los horrores. Sin ir más lejos, y dentro de nuestra frontera regional, un libro sobre la Guerra Civil en Mérida, publicado hace un par de años, estima, según testimonio del hijo del médico que firmaba las actas de defunción tras los fusilamientos en la tapia del cementerio, entre cinco mil y seis mil las fichas individuales que consignaban nombre, edad, procedencia, profesión, y el hecho de la muerte.

La historia es terrible en aquella columna de Yagüe que arrasó Extremadura desde Sevilla y recibió órdenes del cuartel general de Franco de no dejar no un enemigo, sino ningún sospechoso de serlo, o simplemente desafecto, en la retaguardia, una vez tomadas las poblaciones y seguida su marcha hacia Madrid las columnas rebeldes, a las que se unió en Mérida el núcleo de rebelión triunfante contra la República que fue Cáceres capital.

Ni se ha hecho justicia con las víctimas, desde el punto de vista de sus muertes, ni tampoco desde el punto de vista de bienes incautados o directamente robados. Son muchas las asignaturas, y muy fuertes, pendientes de aprobar aunque sea con un cinco raspado. Por tanto la vergüenza de los restos del dictador sepultados de forma sagrada en un lugar público y monumental, es una ínfima aunque simbólica victoria de la democracia, y una limpia de conciencia de España con su pasado.

Algo deberían decir, y sobre todo hacer, 44 años después, el Rey emérito y el actual rey sobre la pervivencia de un título nobiliario como es el Ducado de Franco. ¿Resistirían Alemania o Italia la existencia de un ducado de Hitler, o de Mussolini?

La izquierda española, concedamos, podrá ser sectaria, infantil; pero la derecha -dejemos aparte la extrema derecha actual rampante, vocinglera, bravucona y casi camorrista, que no viene sino a sostener su nuevo chiringuito- ha perdido otra oportunidad para probar ser democrática, al no apoyar, aprobar y normalizar un hecho como la exhumación de Franco, y así restarle a la acción de Pedro Sánchez cualquier tinte de electoralismo, porque habría sido un logro y triunfo de todos.

Que me digan cómo va a ser posible una estabilidad para el futuro gobierno, un acuerdo imprescindible sobre pensiones, política laboral, etc., en el que las principales fuerzas de izquierda y derecha sean columnas, si esta última deserta de algo que en otros países, también latinoamericanos, tienen superado como es el entierro en todos los sentidos de sus dictadores.

* Periodista