Las protestas antimonárquicas que se registraron el pasado sábado en Cataluña no han pasado de ser unos episodios con una modestísima repercusión ciudadana a los que se sumaron entre unas pocas docenas de ciudadanos y medio millar (Girona), dependiendo de los lugares donde se desencadenaran estos hechos.

Fue la confirmación por demás previsible de que la pretendida efervescencia antimonárquica no es más que un fenómeno minoritario y marginal en el que coinciden el independentismo destemplado, grupos antisistema y diferentes formas de descontento con una presencia en la vida cotidiana de la sociedad española que es tan ruidosa como irrelevante.

Que la derecha apocalíptica, los medios de comunicación que le son afines y directores de campaña que trabajan con la vista puesta en las legislativas del año próximo crean que es posible sacar partido del asunto es harina de otro costal: está en su interés exagerar las cosas, sacarlas de madre y difundir en el conjunto de España una imagen que queda muy lejos de corresponderse con la realidad cotidiana.

Aun así, conviene insistir en que los grupúsculos de exaltados que se acogen a la libertad de expresión para justificar su comportamiento demuestran un conocimiento francamente limitado de este derecho que, como cualquier otro de los que articulan la democracia, no tiene por objeto dar cobertura al sectarismo.

La Constitución y las leyes garantizan indefectiblemente la libertad de expresión y la defensa de todas las ideas --del regionalismo al independentismo, del centralismo a la confederación, de la monarquía a la república--, pero de ningún Parlamento ha salido aprobada una sola línea que legitime la modalidad de la protesta en curso.

Y, menos aún, que dé cobertura legal a cargos públicos para aprovecharse groseramente de la situación en vez de promover el respeto institucional.

Aunque resulta muy fatigoso, si que se hace necesario recordar que en un sistema de democracia como el que existe desde hace años en nuestro país todo el mundo tiene derecho a defender las ideas propias mientras se atenga a tres principios que son fundamentales: hacerlo de forma pacífica, respetar las ideas de los demás e, igualmente, preservar el valor de los símbolos cívicos.

Los hechos demuestran que está muy difundida en la sociedad española de nuestros días la aceptación de este código de conducta. Dicho de otra forma: una inmensa mayoría de ciudadanos, con independencia de su grado de implicación en la política o en la monarquía o en cualquier otro sistema, está de acuerdo en preservar los fundamentos del sistema de la brega política diaria. El resto parece que es, sin lugar a dudas, o bien una anécdota o bien un irresponsable recurso al oportunismo.