En el parque próximo a mi casa veo todos los días a una chica paseando al perro. Lo de pasear al perro es una forma de hablar, se diría más bien que es al teléfono móvil al que pasea. Aunque he estado muy cerca de ella en infinidad de ocasiones, nunca hemos intercambiado una sola palabra. Nuestros perros se husmean un poco, pero ella no levanta la mirada de su teléfono ni un instante.

Muchas veces pienso que sería bueno que se estropeara su aparato, aunque solo fuera para descubrir el parque. Debe de ser iluminador enterarse de que ese espacio por el que deambula como un zombi varias veces al día tiene árboles, bancos, una cafetería, césped, un recinto de juegos para niños y, sobre todo, personas. Sí, no estaría nada mal que descubriera que comunicarse con personas es posible.

Recientemente escuché hablar en la radio a un hombre sobre cómo había superado su adicción. Comencé a escuchar la entrevista cuando ya estaba mediada, y me costó varios minutos descubrir que su adicción no había sido a la heroína o la cocaína, sino a los videojuegos. Aislarse del mundo y centrar todo tu interés en los videojuegos, al parecer, puede ser tan peligroso como entregarte compulsivamente al consumo de drogas. Todo en esta vida puede ser susceptible de convertirse en una droga: la heroína, la cocaína, el alcohol… y por qué no la política.

El conflicto catalán, que ha venido para quedarse, es un claro ejemplo de que no es necesario meterse un pico por la vena para perder el sentido de la realidad. Cuando veo a Puigdemont haciendo el ridículo por Europa -y de paso sacando los colores a la justicia española, incapaz de frenarlo-, no puedo evitar pensar en la chica del móvil, para quien el mundo se reduce a una pequeña pantalla que cabe en una mano.

Puigdemont, adicto a sus propias bufonadas, no tiene remedio. Y si no cambian mucho las circunstancias, yo diría que Cataluña tampoco.