Recuerdo que siendo muy joven acudí una noche de verano con unos amigos a Plasencia, y que a las puertas de una discoteca fuimos testigos de una pelea a navajazos. Ha pasado mucho tiempo de aquello, pero mis amigos a veces aún me lo recuerdan entre chanzas cuando nos reunimos. Al parecer, lejos de apartarme de la pelea entre aquellos tipos, me mantuve en primera línea, atento para no perder el menor detalle.

Juro que no soy consciente de haber tentado el peligro. No soy una persona temeraria y nunca he sido partidario de las peleas, pero si damos por válidas las afirmaciones de mis amigos, si realmente no solo no cuidé por mi seguridad, sino que además me acerqué todo lo que pude para presenciar la querella, habremos de convenir en que fui abducido por la ficción.

Aquellos dos tipos malencarados y pendencieros, aquellos vulgares navajeros me recordaron, por su aspecto y fogosidad, a esos personajes secundarios de las películas de neorrealismo italiano que yo veía en la televisión bien avanzada la noche, cuando el resto de la familia ya dormía. Aquel desdén por la convivencia, aquella pulsión por jugarse la vida un sábado cualquiera en un lugar cualquiera seguramente por un motivo cualquiera me raptó durante un intervalo corto de tiempo, lo que duró la pelea, de igual manera que algunos ludópatas son seducidos por los colores y la música de las máquinas tragaperras.

En el fondo todos somos así: nos desvivimos por una buena historia. El verbo «desvivir» no es casual: las historias nos roban por un rato la aburrida vida que llevamos a cuestas y nos ofrecen, a cambio, otra más interesante.

Noto ese entusiasmo por la ficción en mi hijo Mario, cuando cada noche me pide «por favor, por favor, cuéntame un cuento». Su temor a irse a la cama sin escuchar una buena historia es el mejor fomento de la lectura (o de la ficción, que es lo mismo) que he visto nunca.

* Escritor