Ocurre con el colesterol como con las noticias: cuando son buenos nadie habla de ellos. Pero ya que la prensa no va a cambiar su ancestral modus operandi de primar las malas noticias sobre las buenas, he decidido buscar aspectos positivos en esas malas noticias. Por ejemplo: Donald Trump es un despropósito y un insulto a la inteligencia humana, pero cada vez cuenta con menos apoyos. Daesh es un arma de exterminio tan cruel como gratuita, pero está perdiendo fuelle. Un partido tan importante para la estabilidad del país como el PSOE lleva dos años haciéndose el harakiri, pero al menos ya le ha dado boleto a Pedro Sánchez, capaz de venderse al mejor postor por una poltrona que le quedaba muy grande. Y así sucesivamente.

¿A quién podría interesarle saber que, por primera vez, un paciente con sida se ha curado por completo? ¿Por qué nos interesan menos las personas desaparecidas que felizmente regresan a su hogar que Diana Quer, de la que nada se sabe desde hace dos meses? ¿Para qué poner el énfasis en la lenta pero continua -pese a los agoreros- recuperación económica si podemos seguir hablando de la crisis?

No leemos la prensa para conocer los nuevos avances médicos o los casos de superación con final feliz, lo hacemos para ponernos al día sobre los cinco primates que supuestamente violaron a una joven en San Fermín o para enterarnos de que han encerrado en una celda de cristal al descuartizador de Pioz. La gran noticia no fue que la Agencia Espacial Europea (AEE) pusiera la sonda Schiaparelli rumbo a Marte, sino que se estrellara al aterrizar. Un pequeño fracaso siempre vende más que una gran victoria.

Violencia, enfermedades, crisis económicas, terrorismo, maltrato doméstico... Siempre habrá material informativo para recordarnos que el ser humano no tiene remedio. El misterio no es tanto por qué somos adictos las malas noticias, sino por qué las generamos.