La última gira de Barack Obama por Europa es la de un adiós bañado de una gran incertidumbre que deja a la Unión Europea y a la política transatlántica huérfana del que ha sido, para bien y también para mal, el gran hermano americano. Según todos los cálculos --que resultaron desatinados-- el presidente estadounidense debía despedirse de Europa reforzando una continuidad en las relaciones de la mano de Hillary Clinton. Ahora, tras lo ocurrido el 9 de noviembre, Obama ha venido a dar unas seguridades a los aliados europeos sobre los tratados mutuos que, posiblemente, no está en condiciones de confirmar al cien por cien. Y no lo está porque el presidente electo sigue siendo una gran incógnita. Durante la campaña electoral Donald Trump puso a Europa en el disparadero de sus críticas ya fuera por cuestiones de defensa, comerciales, sociales o de cualquier otra índole.

Obama ha venido también a reivindicarse y a pedir que los europeos no bajemos la guardia en la defensa de la democracia y los derechos humanos. Ha advertido del aumento de las desigualdades y de la expansión del populismo. Sin embargo, su apelación llega cuando algunos países europeos han emprendido ya la senda de la regresión democrática y en otros este veneno está creciendo. No es extraño pues que Obama, en su última visita como presidente, haya dedicado mucho tiempo a Angela Merkel. Pese a los episodios de espionaje pasados, la cancillera es quien mejor representa en Europa los principios liberales que también defiende Obama. Y Merkel, además, lo hace desde la preeminencia de un país que ha sido y sigue siendo imprescindible en esta Europa que se resquebraja. Ningún líder europeo felicitó a Trump en los términos diáfanos como lo hizo Merkel manifestándole la disposición a colaborar, pero desde el respeto a la ley, la dignidad de las personas independientemente de su origen, color, religión, orientación sexual o convicción política.

Ante la incógnita de la nueva presidencia, Europa debe apresurarse a cambiar algunas políticas que le den más independencia respecto a EEUU. En defensa y seguridad, Bruselas debería poner en marcha un auténtico programa que, sin renunciar a la OTAN, le diera margen de actuación. En términos económicos, la nueva política que prevé un estímulo de 50.000 millones es también una respuesta a un futuro incierto.