La necesidad de comentar hasta la extenuación lo que hacen (o no hacen) los políticos nos ha abocado a un circo mediático sin precedentes. El menú es tan variado, que no hay una sola semana en la que no se nos ofrezca una nueva noticia sobredimensionada para que podamos debatir acaloradamente en las redes sociales o en la taberna del barrio.

«Han impuesto un pin parental para que los padres puedan controlar las charlas que dan en los colegios a sus hijos. ¿Qué opinas?». «¿De quién es la iniciativa». «De Vox». «Entonces me opongo». Si el pin parental fuera un proyecto de la derecha para formar en la religión, la castidad o el apoyo de las familias numerosas y en contra de la homosexualidad y el aborto, a la izquierda le parecería una aberración y ella misma pediría el dichoso pin.

Así pues, el pin parental, como el VAR en el fútbol, no es ni bueno ni malo per se; todo depende de a qué hinchada beneficie.

Las aulas pueden ser semilleros de adoctrinamiento, pero no es necesario irse al territorio de la infancia. Baste recordar lo que sucede en Cataluña.

El lenguaje es una maniobra infalible de control: muchos adultos, a quienes se les supone cierta formación personal e intelectual, no tardan ni 24 horas en ajustar su lenguaje al de los políticos. Ya ni siquiera sorprende escuchar «migrantes» en vez de «inmigrantes», «racializados» en vez de «discriminados por su raza», «poner en valor» en vez de «valorar» o «sorpasso» en vez de «adelantamiento».

Los políticos deberían ser la voz del pueblo, no el pueblo la voz de los políticos. Pero la exacerbación de los conservadores (defensores del pin parental) y de los progresistas (defensores de un pin más bien paternal), escoltados por la furia independentista, no hacen sino polarizar a una sociedad cada vez más adoctrinada que deambula por las redes sociales al dictado de sus amos (los políticos).

Tenemos lo que nos merecemos.

* Escritor