Ya sabemos que Pablo Casado es el líder peor preparado de la derecha española desde 1975, quizá con la irrelevante excepción de Antonio Hernández Mancha. Pero me temo que esta razón no es suficiente para explicar la deriva de los sectores conservadores de este país.

Como muy bien se explica en «Los orígenes del pensamiento reaccionario español» (Javier Herrero, 1971), en España existe oposición al progreso desde el momento mismo de la Ilustración. El hito divisorio entre liberales y conservadores se produce en la brutal represión tras la restauración absolutista del Borbón Fernando VII (1814). Los reaccionarios gritaban en la calle aquellos días, según Herrero: «¡Viva la fe! ¡Viva la Inquisición! ¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Muera para siempre la Constitución!». Enlazan perfectamente con las palabras pronunciadas por Millán Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12/10/1936, semanas después del golpe de estado franquista: «¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!».

La Constitución que liquidó «su católica majestad» fue la de 1812, «la Pepa», primera constitución española, avanzadilla liberal europea y determinante en la América soberana. Curiosamente, a José María Aznar tampoco le gustaba otra Constitución, la de 1978, como se deduce de un artículo publicado en ‘La Nueva Rioja’ (23/02/1979), donde también consideró al fascista Blas Piñar como la «única excepción honrosísima y valiente» al consenso de la Transición, un consenso que despreció entonces abiertamente.

No trato de pasar cuentas a Aznar. En aquel momento era inspector de Hacienda en Logroño, y todo el mundo tiene derecho a modernizarse. Pero es muy relevante, porque fue presidente del Gobierno durante ocho años (1996-2004), en los que se convirtió en el mayor fanático de aquella Constitución. ¿Por qué? Es sencillo. Cuando la derecha española no ha podido detener el progreso, lo ha hecho suyo para, desde la nueva realidad, intentar parar otros progresos. Si no quedaba más remedio que tragar la Constitución de 1978, se trataba de hacer la lectura más reaccionaria de ella y, desde ahí, utilizarla para frenar cualquier avance mayor.

También he mencionado a Aznar porque fue quien abrió la espita de lo que ahora llamamos «crispación». El hito inaugural fue la conspiración en la que participó durante los años noventa, junto a Luis María Anson (entonces director de ‘ABC’) y Pedro J. Ramírez (entonces director de ‘El Mundo’), entre otros. El propio Anson lo reconoció: «Para terminar con González se rozó la estabilidad del Estado» (‘El País’, 17/02/1998). Del mismo modo intentó Rajoy acabar con Zapatero, prolongando indecentemente el debate sobre el 11-M durante toda una legislatura, y de la misma forma pretende ahora Casado acabar con Sánchez, atribuyéndole ridículamente toda la responsabilidad de una pandemia. Todo vale, incluso poner en riesgo la estabilidad del país al que tanto dicen amar.

En España, en las últimas elecciones generales hubo 10.404.234 votos de izquierdas y 10.395.920 votos de derechas. ¿Realmente alguien piensa que puede construir España solo desde los postulados más extremos de una mitad? ¿Piensa Casado que la media España que no le votó hace seis meses lo hará entera de repente, o que quizá se volatilice?

El líder del PP a lo mejor debería escuchar las palabras de Borja Sémper, al abandonar la formación el pasado 14 de enero. Quizá debería escuchar a su compañero y presidente gallego, Núñez Feijoo, al censurar el episodio protagonizado por Álvarez de Toledo la semana pasada en el Congreso. Quizá debería leer el artículo del ‘The New York Times’ del pasado 29 de mayo, alertando sobre el peligro de una ideología como la de VOX, a la que Casado lleva un año copiando la agenda.

¿Prefiere Casado seguir la estela de la minoría de ex-populares extremistas que fundaron VOX? ¿O prefiere asumir el reto histórico de reconvertir la derecha reaccionaria española en la derecha liberal que fue incapaz de liderar Rivera? Creo que todo el mundo menos el pequeño reducto del post-aznarismo del que es preso Casado ve claramente la respuesta: el PP debería sentarse con el Gobierno de España a firmar unos pactos de mínimos para abordar los terribles años que tenemos por delante y, de paso, cercenar la influencia de los nacionalismos periféricos.

*Licenciado en Ciencias de la Información.