Había pasado más de un año desde mi último viaje en solitario hasta que la semana pasada volví a hacerlo, esta vez en dirección a Chicago. Los trayectos en avión, recordé entonces, cuando se va sin compañía, son de lo más desapacible, desde el primer al último de sus elementos: debatir con la máquina inteligente que adivina una identidad y expulsa la tarjeta de embarque; pasar el control de seguridad descalza y privada de pertenencias; caminar por una pasarela que conduce a la nave estrecha y estratificada en cuyo interior ya reposan, desparramados, los habitantes de primera clase con un cóctel en la mano. Más allá del recorrido en sí, existir dentro del aeropuerto quizá sea lo que más me inquieta, pues este espacio inhóspito y ambiguo, que ya caracterizó como «no lugar» el antropólogo francés Marc Augé, sigue acumulando grados de despersonalización gracias a los avances tecnológicos.

Las gentes pasean sonámbulas por pasillos iguales, compran objetos o comida siempre predecibles, se zambullen en sus teléfonos o pelean por los enchufes que se han ido multiplicando en los distintos puntos del recinto. Si bien he podido acostumbrarme a estas escenas cotidianas en viajes anteriores, esta vez me llamó la atención lo mucho que había cambiado el mobiliario. En Filadelfia, se ha sustituido la mayoría de los sillones que se arremolinaban en torno a las puertas de embarque por mesas altas pobladas de pantallas verticales frente a las que se han colocado unos taburetes rígidos, atornillados al suelo. El paisaje quedaba así invadido de sujetos inclinados sobre dichas pantallas, que a su vez competían en atención con otras como las de portátiles, tablets y los consabidos teléfonos. En mi búsqueda incesante de algún asiento que no me domesticase la mirada y me permitiese descansar mínimamente, sólo encontré los reservados a minusválidos. Me acomodé con cautela. Desde allí, me dediqué a observar el ambiente.

Un ejército de hombres y mujeres exploraba las opciones táctiles a su disposición, manteniéndose ocupados. Para mi sorpresa, las pantallas también habían sido instaladas en la barra de bares y restaurantes, limitando la visibilidad, actuando de barrera entre los individuos e impidiendo así que éstos se relacionaran. La mise-en-scène de los aeropuertos -pensé- asume que todo ser en tránsito ha de estar trabajando o consumiendo, que la comunicación ha de ser unidireccional con el dispositivo de turno, que los que preferimos relajarnos y abrir un libro somos necesariamente discapacitados, quizá ancianos. Por último, se da por sentado que los niños no viajan, puesto que las proporciones de los taburetes corresponden a cuerpos adultos. Hay otra consecuencia más terrorífica aún de esta disposición y elección de objetos que inducen a practicar ciertas actividades: quien no encaja con lo que se espera de ella es considerado un ente anómalo, quizá peligroso, como pude comprobar durante mi estancia en el no lugar. Mientras me encontraba escudriñando a los otros y reflexionando sobre la relación entre espacio y comportamiento, me sentí vigilada por varios empleados del aeropuerto, por alguien que levantó fortuitamente la cabeza de su aparato. Quizá hayan dado la señal de alarma porque me he negado a pasar por el escáner, aceptando en su lugar ser cacheada en público; tal vez mi condición inmigrante me esté jugando malas pasadas; puede ser que, como ha ocurrido tantas veces, mi nombre de origen árabe y estos rasgos físicos que me emparentan con Oriente Medio a ojos americanos hayan levantado sospechas.

Para cuando me introduje en la nave, los miedos se habían difuminado tanto que me permití el acto subversivo de ocupar un asiento cuyos privilegios no había pagado: ventanilla. Eran las doce y media de la mañana y nos elevábamos sobre el firme grisáceo de las pistas siguiendo un mapa que nos depositaría en los fríos polares del lago Michigan. Las azafatas jugaban con sus máscaras de oxígeno, los pasajeros iban de sus apps a sus asuntos, el piloto advertía de posibles turbulencias, y yo saqué mis poemas del bolso recién atravesadas las primeras nubes: al fin y al cabo, viajaba para dar un recital, debía prepararme. Me quedé dormida enseguida. Cuando aterricé en Chicago, aún somnolienta y desorientada, no vi más que el camino a los taxis, tan vacío.