WEw l reconocimiento por parte de la ministra de Defensa, Carme Chacón, de que el deterioro de la situación que se está viviendo en Afganistán acarrea una mayor peligrosidad de las misiones encomendadas al contingente español en las provincias de Badghis y Herat, es un esclarecedor y muy necesario ejercicio de realismo. Si alguien creyó en algún momento que la presencia de nuestros militares en la ISAF se reducía a pacificar y reconstruir el país, como si fuera más o menos una labor de interposición, la intervención ayer de la ministra en la Comisión de Defensa del Congreso ha desvanecido cualquier equívoco: se trata de una tarea de alto riesgo en un territorio en guerra. Es más, a la luz de los últimos acontecimientos en materia de terrorismo de raíz islamista, así en la India como en Pakistán, es de temer que el peligro vaya en aumento y, como consecuencia de ello, la implicación de España en el conflicto, también, como parte del despliegue de Estados Unidos y de la OTAN.

Todo lo cual lleva a considerar como necesario y ajustado a la presencia futura de nuestro país en el exterior el propósito del Gobierno de suprimir el límite de 3.000 militares destinados a misiones internacionales, fijado en otras circunstancias internacionales en el año 2005, y sustituirlo por un criterio general recomendado por la OTAN: reservar al despliegue exterior el 8% del total de las fuerzas armadas (lo que equivale a unos 7.700 soldados). En todo caso, es mejor, y más respetuoso con la representación política, someter a la consideración del Congreso un nuevo criterio que hacer juegos de manos con las cifras para mantener la ficción de que se respeta el límite. Porque entre las obligaciones del Gobierno figura la de tener al país al día sobre los objetivos y las consecuencias de la política de defensa.

En el caso de Afganistán, la mezcla de corrupción, falta de autoridad, inoperancia y aislamiento del Gobierno del presidente Hamid Karzai ha obligado a las tropas de Estados Unidos y sus aliados a colocar su propia seguridad por delante de cualquier otra meta. Y, así, mientras el Consejo Internacional de Seguridad y Defensa insiste en que hace falta que Occidente amplíe sus objetivos a atender las necesidades de las comunidades rurales, los generales se ven obligados a redoblar los dispositivos de autodefensa.

Sostener que esa situación se corresponde más o menos con la de un conflicto de baja intensidad, como a veces se ha hecho en España, carece de todo fundamento. Lo cierto es que el territorio está en gran medida bajo control de los señores de la guerra, los cultivadores de la amapola de opio y los cabecillas talibanes, unidos en una alianza de intereses que entraña un riesgo cierto para los soldados extranjeros y, por tanto, también para los nuestros.