Se puede echar de menos a alguien a quien no conoces? ¿Podemos sentirnos embargados por la sensación de añorar tiempos no vividos? ¿O desear, incluso, volver un día a cierto sitio que ni siquiera hemos llegado a pisar? Al grano: yo creo que sí. Tenemos una capacidad de fustigamiento tal, que llegamos a sentir nostalgia de aquellas cosas que nunca hemos vivido. Quién no ha pensado en que aquel viaje pasado sería un recuerdo más bello si se hubiera hecho con otra persona que la que nos acompañó y nos persigue en cada una de las fotos guardadas. Quién no se ha desconsolado pensando en aquella afición que una vez pensó en iniciar, y que nunca llevó a cabo. En lo que pudo ser y no fue. Quién no volvería al inicio de la crisis y tomaría otras decisiones, al menos, financieras...

Esta "saudade" parece estar invadiendo por momentos a nuestro querido país, mutada en una forma de nostalgia histórica, en lo que he dado en denominar el "síndrome de Carlitos Alcántara ". Desde los púlpitos políticos y periodísticos se exige una recuperación del espíritu de la Transición Española (mayúsculas, eh), ese lugar seguro en la historia patria que nos muestra (novedad) como un ejemplo a seguir. Se pide una reedición de los añorados Pactos de la Moncloa. Se vocean unos a otros la necesidad de llegar a acuerdos de estado, ahora que los chuzos de punta ya calan a cualquiera que pise un hemiciclo. Así de evocadores se encuentran algunos

He dicho antes que sí se puede tener nostalgia de las ausencias no reales, pero no apuesto nada a que esto sea un ejercicio sano para la salud mental de cada uno. Sumen, además, que el cristal de la nostalgia limpia todo aquello que no fue precisamente modélico. Y suena ya todo a puro cachondeo si aquellos que piden pactos de estado no son capaces de llegar a acuerdos en temas que, ahora mismo, son capitales. Como para recuperar espíritus pasados, entonces.

XSI NOTANx cierto tono irritado en estas líneas es, simplemente, porque lo estoy y mucho. A cuento del ruido sobre la nueva Ley de Educación. Me salto, y disculpen, el contenido de la misma. No es lo que más me importa ahora, sino que debiéramos estar hartos de que nuestras leyes de educación nazcan con una fecha de caducidad puesta. Y no exagero: Rubalcaba ya ha declarado que en cuanto suban de nuevo al poder, la derogan. Estupendo, Alfredo.

Pero no piensen que hago de esto una cuestión ideológica o de partido. Bueno, esperen ¡Claro que sí! España ha vivido, desde los lejanos tiempos de la Logse, tratando la educación como un mero ejercicio de adoctrinamiento. Sí, sí, he dicho adoctrinamiento. No creo que la nueva ley popular escape de ello: los partidos hacen leyes de educación a la medida de sus esquemas. Cuesta olvidarse de que la educación es un arma potente de concienciación social. Y donde pongo concienciación ustedes pueden leer votos.

Los principales perjudicados son todos los españoles. España no cuenta con ninguna universidad entre las mejores cien del mundo. España cuenta con un sistema educativo obsoleto en matemáticas y ciencias, como los estudios demuestran año tras año. ¿Idiomas? No, gracias. Perpetuamos el cliché de la incapacidad para aprender otras lenguas. Eso, por no hablar de la cultura general o de conocimientos básicos. Hemos ido perdiendo exigencia a lo largo de los años, llegando a extremos absurdos de centrar asignaturas sólo en la flora y fauna, o en la historia de una región.

Así que un recurso clave para un país como es la educación, que conlleva asimismo un alto coste para las cuentas públicas, se convierte en una forma de propaganda más y no en lo que debiera ser. Si hay aspectos políticos que debieran escapar de las intenciones partidistas, tengo claro que la educación es uno de ellos. En vez de eso el modus operandi se repite con cada ley. Se cocinan leyes a medida, que parecen tener como primer objetivo atacar los principios de la anterior antes que configurar un sistema educativo adecuado y que responda a una coherencia y a la sociedad a la que sirve.

La Ley de Wert no escapa de ese modelo. Por eso, en medio de la guerra con altavoz de declaraciones y diretes abierta a cuenta de la ley, aún seguimos echando de menos la afición por los pactos de los primeros pasos de nuestra democracia. Pero, claro, que para perder una afición, primero hay que haberla tenido. Como mínimo, digo yo.