Recuerdo que, entre los panfletos que allá por el 2011, en lo más duro de la crisis, denunciaban el despilfarro en los gobiernos autonómicos, gustaba mucho mencionar el ejemplo de la Coordinación de Asuntos Africanos dependiente de la Junta de Extremadura, cuya titular se embolsaba un salario desmedido.

Aquella sección se cerró y, tal como estaba diseñada, quizás era lo mejor que podía haberle pasado.

Sin embargo, la idea en sí, enfocada de otro modo, era buena, pues es evidente la ignorancia e indiferencia de nuestro país hacia la realidad de un enorme y complejísimo continente a 14 kilómetros de nosotros.

Un ejemplo es Guinea Ecuatorial, antigua colonia donde hablan nuestro idioma, gobernada por el tirano Teodoro Obiang, con quien se hacen negocios mientras languidece en Madrid un gobierno en el exilio.

Mientras Michael Ugarte, hijo de exiliado español, dirige en Missouri un centro de estudios «afro-románicos», en España se desconoce a escritores sobresalientes como Donato Ndongo.

Pocas cosas han fomentado tanto el sentimiento europeísta como las becas Erasmus, y un sistema similar de intercambio con estudiantes de África, aportaría mucho para evitar prejuicios, a ambos lados del estrecho.

Durante mi año de estudiante en Francia, mis mejores amigos eran africanos: estudiantes que, al contrario que los franceses, se costeaban los estudios trabajando en salas de despiece, empresas de limpieza, o recogiendo cerezas. Sería la manera más eficaz de sentir la injusticia de un continente que, desde «Occidente» es visto aún como lo veía Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas (1899): un lugar peligroso y animal, en los límites de lo humano.

En Europa, aunque se le tolere, el negro es desdeñado, cuando no denigrado. Recuerdo cómo me contaba Arthur Edi que, al pasear por Múnich con dos amigos, la policía les pidió la documentación varias veces, o cómo Mahamane Maiga, tras obtener con brillantez su título de ingeniero, volvió a Mali, pues decía que «los franceses quieren a los negros como limpiadores o albañiles, pero no como ingenieros».

El filósofo camerunés Achille Mbembe, en su libro De la postcolonie, «ensayo sobre la imaginación política en el África contemporánea», describe cómo las élites africanas asumieron los modos de mando de los antiguos colonos y cómo la incipiente protección social que había, fue sustituida, en aras de una supuesta mayor eficiencia, por lo que Mbembe llama «el gobierno privado indirecto», pues en países como Nigeria o Costa de Marfil mandan más la Shell o la Nestlé que el propio gobierno. Y con todo,

África, el continente de nuestros orígenes, sigue siendo una fuente de vitalidad desbordante, de alegría de vivir casi siempre inalcanzable para los europeos.