WLw a sucesión de acontecimientos desde que el día 20 se concentraron en Madrid 3.000 guardias civiles que vestían el uniforme reglamentario ha estimulado el debate sobre el estatus que corresponde a los funcionarios armados de una sociedad democrática. Sin embargo, sería poco riguroso mezclar las viejas reclamaciones de las asociaciones de guardias civiles con las que eventualmente puedan plantear algunos militares. En el caso de la Guardia Civil, la izquierda ha abusado del recurso a la ducha escocesa: promesas de desmilitarización del cuerpo, desde la oposición, y mantenimiento de su condición de militar, desde el Gobierno. La reforma de la Guardia Civil, anunciada hace unos días, parece quedar lejos de las aspiraciones de las últimas promociones y resulta harto discutible que un cambio en el cuerpo --de militar a civil-- afectara a la eficacia de las misiones encomendadas. En cambio, permitiría a sus agentes, como a los de las diferentes policías, ver ampliado su horizonte de derechos. La cuestión es radicalmente distinta en el caso de los militares. En primer lugar, porque la Constitución, para garantizar la neutralidad de la milicia, limita a sus miembros el ejercicio de una serie de derechos, incluidos los de asociación, reunión y opinión. En segundo lugar, porque en la memoria histórica de la sociedad española alienta el recuerdo de la mala experiencia de las juntas militares, germen de una cadena de mando paralela. Si a ello se une que los oficiales de carrera son los primeros en considerar que la despolitización de los ejércitos es uno de los grandes logros de la democracia, se antoja inadecuado promover cualquier cambio.