El modelo creado por la socialdemocracia sueca hace siete décadas estaba hecho de impuestos elevados que servían para pagar un Estado del bienestar muy generoso y capilar. Aquella sociedad tenía además un elevado sentido de la solidaridad que hacía del país nórdico un faro de acogida para asilados y emigrantes de todo el mundo. Ahora, el modelo se rompe. Los incidentes en los barrios periféricos de Estocolmo son la constatación de esta fisura iniciada hace dos décadas, pero acelerada desde la llegada al poder en el 2006 de una coalición de partidos de centroderecha. El neoliberalismo imperante ha hecho de Suecia un país donde la distribución de la riqueza es desigual, el abismo entre ricos y pobres resulta cada vez más insalvable y la pobreza relativa atrapa a capas sociales hasta ahora inmunes. Políticas como la entrada de la empresa privada en la enseñanza o la reducción del gasto público en barrios como el de Husby, protagonista ahora de los disturbios, se ceban en una juventud de origen inmigrante, que carece de estudios y menos todavía de posibilidades de trabajo.