De la fauna navideña, mis ejemplares favoritos son los agoreros. Suelen desempeñar su oficio (con el tiempo acaba siéndolo) durante todo el año, pero en estas fechas, se lucen. Forman parte del mismo club que los que montan guardia en la puerta de los hospitales o fingen hacerse los encontradizos cuando tienes un familiar ingresado. Te preguntan amablemente para enseguida darte ánimos con un mi padre estuvo así, y duró dos días, que los reconcilia con sus semejantes de labios fruncidos y mirada aviesa. Levantan la ceja cuando escuchan que el paciente ha mejorado, y acto seguido te enumeran las complicaciones, eso sí, para animarte.

También son medio hermanos de los que te auguran toda clase de fatalidades con la llegada del primer hijo, y no digamos del segundo o el tercero. Te va a cambiar la vida, advierten, como si fueras a despeñarte por un desfiladero plagado de espinos. Lo curioso es que son los mismos que te pintan el futuro como un páramo desolador cuando comentas que has decidido no tener familia.

Suelen tocarte mucho, quitarte pelusillas imaginarias de la chaqueta, darse cuenta enseguida de lo que has engordado, pero también de los adelgazamientos si son causados por enfermedades. Saben de adulterios, dramas y miserias, de hecho debe de ser su alimento. En Navidades brillan con luz propia. En medio de la fiesta, te recuerdan lo mucho que estás comiendo, lo poco que te queda de vacaciones o cuánto llevas en el paro. A pesar de eso o precisamente por eso, deberían ser considerados regalos obligatorios para quien no tuviera uno. A su lado, y pese a ellos, cualquiera puede sentirse mejor persona.