Este año la diáspora estival tiene connotaciones psicológicas: se huye no solo para descansar sino para olvidar. Muchos españoles han salido corriendo de sus ciudades empujados por una lluvia de datos negativos: paro, IPC, euribor... Se estiran las tarjetas de crédito como remedito terapéutico para olvidar la que se viene encima: septiembre será dramático y no hay vacuna para una enfermedad irremediable que por fin ya no solo se llama crisis sino crecimiento cero.

No hay recetas mágicas salvo el recurso de los presupuestos generales del estado para proteger a los más débiles: a los que tienen la economía más precaria en los sectores de subcontratos, en la construcción, entre los inmigrantes y quienes serán abocados al paro. El margen para grandes operaciones económicas desde el Estado es limitado: hay que jugar con un déficit calculado, introducir la liquidez que se pueda en el mercado financiero y presionar a los bancos para que estiren las hipotecas sin coste para los afectados. Hace falta poner en marcha una inmensa operación de solidaridad en la que quienes han salido favorecidos en los años de bonanza estén obligados a echar una mano a quien peor lo va a pasar.

Estas son unas vacaciones del olvido, una catarsis anticipada de muchas depresiones otoñales. Los españoles tenemos una enorme capacidad de disimular las contrariedades con el sol, la playa y los bares que estarán llenos en agosto agotando los últimos cartuchos de una era que es muy difícil que se vuelva a reproducir. El miedo aumentará cuando se constate que los expertos están desconcertados por esta crisis múltiple que no es sino la manifestación del final de una época en la que la extensión permanente del consumo era el único motor de la economía. El planeta ya no da más de sí y lo que procede es rectificar el modelo económico y diseñar una felicidad que no descanse únicamente sobre el despilfarro. Los ciudadanos, tumbados en la playa en este agosto póstumo, esperan una señal para saber cómo será a partir de ahora su existencia.