En estos días estamos viendo cómo un año más el río Ebro se desborda causando gravísimos daños en Aragón y Navarra. Se cuentan por miles las hectáreas de cultivo que han quedado anegadas, además de las múltiples infraestructuras dañadas. Si repasamos las hemerotecas comprobaremos que esta situación se repite con demasiada frecuencia. La última gran riada ocurrió en 2015 e inundó más de veinte mil hectáreas.

Mientras esto ocurre en el norte de España, otras regiones del sur y este peninsular sufren una terrible sequía. Es cierto que con las últimas y tardías lluvias se ha paliado en parte este problema, pero no podemos seguir siempre pendientes del cielo como único recurso para abordar una situación que, desgraciadamente, es cada vez más habitual.

Lo que sucede un año sí y otro también con el desbordamiento del Ebro debe hacernos reflexionar que algo estamos haciendo mal. Tan solo con un pequeño volumen del agua que este río vierte al mar se solucionaría la escasez de la España seca. Es momento de desterrar esa errónea creencia de que el agua tiene dueño y que pertenece en exclusiva a los territorios por donde pasa. El agua es un bien social que necesita una gestión coordinada y solidaria y que de paso evite el enfrentamiento entre territorios.

La solidaridad es la clave para solucionar este gran desequilibrio hídrico. No hablo de solidaridad como retórica, sino como un principio que se consagra en nuestra Constitución, y que garantiza el derecho a la autonomía de las distintas comunidades que integran España, pero también la solidaridad entre todas ellas.

Junto a la solidaridad, debe primar también el sentido común, que por desgracia tan pocas veces aplicamos. La lógica nos indica que el principio rector de toda política hidráulica, no es otro que tomar el agua de donde sobra para llevarla allí donde falta, en base siempre a criterios técnicos y no a intereses políticos territoriales. En 2001, con un gobierno del Partido Popular, se dio el paso más importante para solucionar este grave problema de la coexistencia de una ‘España húmeda’ y una ‘España Seca’. Me refiero al Plan Hidrológico Nacional, que fue fruto de un gran consenso, en el que prevaleció el interés general por encima de cualquier otra consideración.

Este ambicioso plan contemplaba los diferentes trasvases de agua como «un importante instrumento vertebrador del territorio, evitando que zonas con déficits estructurales de recursos hídricos vean estrangulado y amenazado su desarrollo económico y social por la incertidumbre del suministro de agua, y garantizando que las cuencas cedentes no vean hipotecado el suyo como consecuencia del mismo, recibiendo adicionalmente una compensación destinada a actuaciones medioambientales vinculadas a los usos del agua».

El Plan también recogía importantes obras hidráulicas para compensar a las comunidades autónomas que cedían agua. Se trata de infraestructuras de compensación que no beneficiaban únicamente al norte de España, por el trasvase del Ebro. Muchas de esas obras estaban previstas para otros territorios, incluida Extremadura. Nuestra región, en base a ese plan, iba a verse muy beneficiada.

Entre las obras que el plan preveía para nuestra tierra destacan la presa del Almonte para el abastecimiento de Cáceres, la mejora de los riegos del Borbollón, la regulación del Alberche, la modernización de los riegos del Alagón, la presa de Monteagudo para la regulación del rio Tiétar y la consolidación de los regadíos existentes.

Mención especial, por su importancia, tenía la obra para la regulación del río Tiétar y la consolidación de los regadíos de la zona. Ahora, todos somos testigos de las consecuencias de su no ejecución. Igual que pasa con el río Ebro, año a año los regantes y los demás vecinos de la zona padecen los desbordamientos del Tiétar y, con éstos, los graves destrozos en tierras de cultivo y en infraestructuras de riego.

La última riada la hemos tenido hace escasos días, y los agricultores se están preguntado cómo es posible que, viendo pasar agua como para llenar veinte pantanos de Rosarito, no tengan la suficiente para poder sacar adelante sus cosechas. También se preguntan cómo es posible que, para colmo, ese agua sobrante y no almacenado les cause tantos daños.

Los problemas que ahora se multiplican podrían haberse solucionado con ese plan de 2001, basado en la solidaridad, el sentido común y el consenso. Sin embargo, en la ecuación de la política hidráulica apareció Zapatero y con él, la debacle y la derogación del plan.

Las espurias razones de Zapatero para darle carpetazo al plan no son un secreto. La primera razón, fue el sectarismo. Que el plan llevara la firma de un gobierno del PP lo convirtió inmediatamente en derogable. La segunda razón, fue su propia conveniencia. Necesitaba los votos de ERC para ser presidente y los catalanes pedían eliminar el plan de 2001. De aquellos polvos, estos lodos. La política hidráulica hace aguas, nunca mejor dicho.

Este es el mejor momento posible para que los partidos políticos aparquen sus estrategias particulares y asuman como un reto de país que hay que trabajar para que el agua sea para todos. La respuesta está en un pacto de gran calado que lo garantice. El consenso es posible, nos lo demostramos todos en 2001. ¿Hay voluntad?