Un amigo que hizo un viaje a Turquía hace poco, me comentaba que en ese país había tenido que comprar embotellada el agua que había bebido, ya no porque no quisiera beber agua del grifo, sino porque no le garantizaron que hubiese grifo del que manara agua totalmente potable. Me dijo también este amigo viajero que cuando llegó a España, lo primero que hizo fue ir a un restaurante turco, pedir un kebab y un vaso de agua del grifo. Lo gracioso es que se la ofrecieron embotellada, pero él se obstinó, ante un camarero perplejo, que fuera agua del grifo. Eso le sirvió para olvidar lo único que le había dejado, paradójicamente, mal sabor de boca del viaje, incluso hasta el extremo de deprimirse: no poder beber agua del grifo.

Según un sondeo hecho por el Canal de Isabel II uno de cada tres cacereños bebe el agua embotellada por considerarla más inodora, más incolora y más insípida --cualidades éstas imprescindibles para que el agua sea de buena calidad--. O sea, que de cada tres, uno desconfía del agua que les ofrece su grifo. Pero, ¿quién les garantiza a esos desconfiados sedientos que el agua embotellada no proviene de grifos ajenos? Y con esto no quiero desprestigiar el líquido elemento que se comercia en botellas, no seré yo el que dude del agua de pago; ahora, eso sí, mientras nadie me demuestre lo contrario pensaré que el agua que fluye de mi grifo es tan bebible como cualquier otra.

Porque si nos ponemos a desconfiar, ¿a ver quién me garantiza a mí que un filete de ternera es sólo ternera, un pan sólo harina, un tomate sólo tomate, un langostino sólo langostino, que el zumo envasado es sólo fruta? ¿Alguien sabe cómo se fabrica la mortadela, los patés envasados, la pastelería industrial, el vino incluso? Yo como de todo, porque en lo que a alimentación se refiere prefiero no desconfiar de nada. Soy un cacereño de toda la vida que siempre he bebido agüita del grifo y estoy gordo, pero no muerto.

*Pintor