La política siempre es pendular, como la mayoría de las cosas. Es lo que Hegel describió como el proceso dialéctico que permite que avancemos y superemos etapas. El progreso se alcanza a través del enfrentamiento de los contrarios. En la Unión Europa, por no decir en todo el mundo, viene ocurriendo lo mismo. Así, tras los desastres de los nacionalismos, que llevaron a Europa al enfrentamiento bélico de la Segunda Guerra Mundial, comenzó una etapa en la que los líderes del continente abogaban por la integración económica de la Europa democrática. Fue la etapa en que se inició el Mercado Común. Esa asociación con meros fines mercantilistas sirvió para mover la conciencia social de los europeos, que desearon una unión más firme y social. Nacía lo que se ha dado en llamar la Europa de los ciudadanos.

La idea de una unión confederal produjo el pánico en algunos gobiernos, tal como ocurrió con el Reino Unido, que renunció primero a la unión monetaria y después a su permanencia.

Los euroescépticos saben que con un proyecto europeo unificador no podrían ejercer su dominio territorial, porque las instituciones europeas asumirían competencias fundamentales de los Estados (además de la moneda, la defensa, la política exterior, la capacidad impositiva, etc.), de ahí que los movimientos ultraconservadores prefieran impedir el poder centralizado de la Unión Europea.

Esta es la tendencia que parece imponerse ahora en Europa. La europeidad, que durante muchos años se ha tenido como un afán de los europeos, ha perdido el poder de impulsar un proyecto común, por lo que probablemente en las próximas elecciones los partidos contrarios a la Unión experimenten un avance, crecimiento acompasado por el auge de los populistas y xenófobos. Por su parte, los nacionalismos supremacistas continuarán queriendo imponer su ideología en Europa. Cataluña no es un caso aislado.

PERO, como ocurre en todo proceso dialéctico, este crecimiento de las ideologías populistas y de extrema derecha es pendular y, por tanto, limitado en el tiempo. Tras este posible auge vendrá la reacción de los demócratas europeos al comprobar que los nacionalismos restringen el poder de las instituciones europeas y que no avanzan las políticas sociales, lo que se traducirá en una Europa más débil y menos próspera.

Con estas realidades es patente que a corto plazo el futuro de Europa no se vislumbre optimista. Pero debemos tener presente que, bajo el impulso de la Unión, los europeos hemos alcanzado un bienestar envidiado en todo el mundo. En un mundo globalizado no podemos aislarnos ni dividirnos. De ahí que el futuro por el que hemos de apostar sea el de una Europa más comprometida, en la que paulatinamente se vaya diluyendo la acción y la soberanía de los Estados.

Los jóvenes, futuros líderes del continente, en su inmensa mayoría apuestan como única solución por una Europa más unida, más sólida y más solidaria. No comparten la burocratización ni la lejanía de las instituciones europeas, pero detestan el nacionalismo de los Estados.

El Brexit es un ejemplo claro de lo que está pasando. Tras la euforia inicial, a los británicos les ha entrado el pánico cuando se han visto fuera de la UE. Las negociaciones con Europa están resultando surrealistas: intentan a toda costa mantener los privilegios económicos, pero quieren soslayar sus obligaciones de solidaridad respecto de las personas. Este no debe ser el camino.

La Unión Europea debe asentarse sobre profundas bases democráticas sin prebendas de ningún tipo. Hemos de aspirar a la Europa de los ciudadanos que, bajo el paraguas de una Constitución, cuente con un auténtico gobierno continental con autonomía para emprender verdaderas políticas de cohesión social. Este debe ser el futuro. El triunfo de las ideas ultranacionalistas y xenófobas nos condenaría a revivir periodos de desastres y confrontaciones y, por supuesto, a la pérdida de bienestar.