Hasta hace poco, los campos de concentración se asimilaban con los de la Alemania nazi. Pero hubo otros campos poco antes: los que recluyeron a los refugiados españoles que cruzaron la frontera pirenaica tras la toma franquista de Barcelona. Mucho tiempo silenciados en Francia, desde hace poco se reconoce aquel hecho vergonzoso, del que parte José María Naharro-Calderón, asturiano de parciales orígenes extremeños (su abuela era de Villanueva de la Serena), y catedrático en la Universidad de Maryland, en su libro Entre alambradas y exilios. Sangrías de las Españas y terapias de Vichy, que se presentó el jueves pasado en la Biblioteca de Cáceres.

Argelès sur Mer, Saint Cyprien, Le Vernet o Djelfa fueron también «campos del desprecio», como llamara André Malraux a Dachau. Naharro-Calderón denuncia las tergiversaciones con las que algunos historiadores franceses pretenden minimizar las condiciones de esos campos, sosteniendo que éstos tenían «vasos comunicantes con el universo nazi». De calificar a los refugiados españoles como «indeseables», según hacían las autoridades francesas, a la idea nazi de «indignos de vivir» solo hay un paso. Con todo, una nueva visión se va imponiendo, como muestra el Mémorial du camp de Rivesaltes, inaugurado en 2015 por el entonces premier ministro Manuel Valls, hijo de un exiliado catalán. Mientras, en España, el autor critica tanto el desinterés de los gobiernos centrales por la memoria de estos exiliados, como la política de los gobiernos catalanes, cuyo interés (Memorial Democràtic, Museu Memorial de l’Exili en La Junquera) ha estado guiado por la voluntad de falsear la historia «para conformar una memoria histórica del estado-nación catalán». Si es cierto que, por razones geográficas, hubo un porcentaje muy alto de catalanes en los campos de concentración en Francia (y luego en los de exterminio nazi) en casi todos ellos, como por ejemplo en Agustí Centelles, pionero del fotoperiodismo y activo en la Resistencia, no hubo «una identidad catalana que no sea la cultural de la lengua mientras que la identidad nacional de los refugiados y de la nación perdida es siempre la española».

Naharro-Calderón, cuyo padre participó en la defensa de Madrid, critica las posiciones equidistantes de Arturo Pérez Reverte o Andrés Trapiello, autores que desde sus sillones dan lecciones a quienes se vieron trágicamente obligados a tomar partido.

Dos de los capítulos centrales se dedican a Max Aub, cuya vivencia concentracionaria marcó toda su obra, desde los seis Campos que forman los volúmenes de su saga novelística El laberinto mágico, al casi kafkiano Manuscrito Cuervo, donde el narrador, el cuervo Jacobo, describe con lucidez el absurdo de aquel sistema.

El libro de Naharro-Calderón, como no podía ser de otro modo en un autor atento a la actualidad y comprometido, por ejemplo, en la campaña de Barack Obama en 2008, señala los riesgos de que esa «tragedia impresa de los horrores europeos» regrese como «una farsa digitalizada»: los campos de concentración han vuelto, en la isla griega de Lesbos o la italiana de Lampedusa, y las alambradas siguen y seguirán, desde la valla con concertinas que nos separa de los marroquíes a las más sutiles vallas construidas por una sociedad que externaliza su violencia y se escandaliza de que los extranjeros quieran también nuestros privilegios.