WLwa victoria del socialdemócrata Alan García en las elecciones presidenciales peruanas del domingo es un caso insólito y extremo de triunfo del mal menor. Dieciséis años después de dejar la presidencia en medio del caos económico y sospechas generalizadas de corrupción, García vuelve a ser la máxima autoridad peruana porque las clases medias urbanas lo consideran menos perjudicial para sus intereses que el imprevisible exgolpista Ollanta Humala, depositario de una tradición a medio camino entre el populismo, el nacionalismo y el indigenismo, largamente cultivada por el generalato con resultados casi siempre catastróficos.

Pero la mayoría relativa conseguida por Humala en el Parlamento, merced al triunfo de sus candidatos en 15 de los 24 departamentos, obligará a una cohabitación que no hace más que sembrar dudas. En primer lugar, acerca de las posibilidades de García de dar continuidad a la regeneración económica iniciada modestamente por el presidente saliente, Alejandro Toledo. Y, en segundo lugar, sobre la tentación de Humala de utilizar su influencia en medios campesinos para lograr con la presión de la calle el poder personal que las urnas le han negado.