Garantizar el orden académico, proteger el trabajo de los maestros y dejar a salvo a la mayoría de la comunidad escolar del chantaje de una minoría violenta son objetivos prioritarios después de los últimos episodios de violencia ejercida por estudiantes contra profesores. Sería una falta de realismo imperdonable considerar el caso de Alicante, donde un adolescente golpeó a un profesor, un hecho aislado y extremo, oída la queja permanente de los maestros, la multiplicación de situaciones angustiosas y, lisa y llanamente, el miedo que sienten bastantes docentes cada vez que deben acudir a su lugar de trabajo. La idea difundida por la Administración de que no se dan en el último curso más casos de violencia contra los maestros que en años anteriores, sino que se tiene un mayor conocimiento de ellos como resultado de la transparencia informativa, puede ser verdad, pero está lejos de neutralizar la alarma social. Y esta no se desvanecerá hasta que se disponga de un diagnóstico de las causas de la crisis y se apliquen soluciones. Es imposible corregir de la noche a la mañana los casos de violencia escolar que son prolongación de marcos sociales conflictivos: barrios duros, familias desestructuradas, etcétera. En cambio, urge debatir sin tapujos la conciliación entre la vida laboral y familiar, la influencia en los menores de los héroes audiovisuales y la necesidad de prestigiar la cultura del esfuerzo. Va en ello la educación --en el sentido más amplio-- de las generaciones futuras tanto como la eficacia de la función social encomendada a los maestros.