TLta siesta en Extremadura es como una pequeña noche en día. Dos horas de silencio y sueño en el momento más encendido y caluroso de cada jornada de verano. El ruido se contiene, las calles se vacían, la gente se detiene. Toda actividad queda suspendida por decreto, todo bullicio sumergido en el sigilo, excepto el incansable y tedioso zumbido de las chicharras aposentadas en las ramas de los árboles y el persistente soplido de los aparatos de aire acondicionado. Después de comer te entra la modorra y te tumbas un rato en la cama o en un sofá. Los párpados ceden a las tentaciones de Morfeo y te dejas llevar por el poder de su hipnosis, que va penetrando poco a poco en tu psiquis. Silencio, quietud, qué paz, qué sosiego, qué calma. El sueño te acuna, te acoge como una madre pacificadora. Pierdes todo contacto con la realidad y te ves conduciendo un Seat 600 a una velocidad de vértigo por una estrecha y pedregosa carretera. Te persigue un toro enfurecido y aceleras desesperadamente, pero el 600 va perdiendo velocidad hasta que se detiene frente a un carrusel de feria. Sales del coche y te metes en una cilíndrica vagoneta ocupada por una chica que se parece mucho a una profesora de inglés que tuviste en el instituto. De pronto la vagoneta comienza a girar sobre sí y se hunde en el suelo hasta caer en una playa solitaria. Sales de la vagoneta y das un paseo por la arena. Un tipo vestido de Tío Sam se te acerca y te vende un periódico de economía, a la vez que te regala un Ferrari Testarossa. Arrancas el vehículo y en ese momento oyes un prolongado pitido agudo. Te sobresaltas. El sonido no para. Has dejado de soñar y te das cuenta de que el inoportuno y exasperante pitido lo emite la alarma de seguridad de un coche que habrá despertado a medio barrio. Deberían prohibir esas desagradables alarmas. Hace dos noches una me privó de rodar una película en la que hacía el papel de amante de Sharon Stone , y esta siesta otra me priva de conducir un Ferrari Testarossa.