Filólogo

Si el alcalde llega por primera vez al ayuntamiento, lleva bajo el brazo una abultada carpeta de proyectos. Si lleva dos legislaturas, la carpeta es más delgada; cuando el alcalde lleva varias, en los aledaños del despacho municipal crece el rumor de que anda cansado y depresivo y de que quiere un ascenso político; entonces es cuando el hombre necesita el hombro de los ciudadanos. Y el hombro ciudadano siempre está dispuesto a evitar que el alcalde sufra el efecto bour out, o sea, que se queme: alguna vez me encuentro con el alcalde por mi calle, y estoy seguro de que no sabe lo que tiene sobre la cabeza: el hombre la lleva gacha, un poco viendo lo desmoronada y desdentada que está la acera y un poco pudoroso de que en sus largos años de gestión no le haya podido retocar la cara y no se percata, por mucho que diga que conoce el medio, de la amenaza y el peligro que sobre él pende cada vez que va a tomar una cerveza por allí: un cableado a la altura de la primera vivienda de los edificios, tercermundista y peligroso, tienen en vilo al personal que chatea a diario y a diario vive allí sin chatear.

Ese pesar por la precaria acera, le hace no ver tampoco el sucio seto central, y el indigno uso del parterre como cagadero de perros. Los rebosantes contenedores aumentan la sensación de suciedad de modo que amos y perros, convenían en que no se puede ensuciar más lo ya inmundo, y así crece la suciedad y la peligrosidad a partes iguales.

Yo creo que en otras ciudades hay perros, parterres, cables, aceras y soluciones prácticas y estéticas. Lo digo, aunque sea éste un tema menor, un poco por engordar la carpeta de proyectos municipales, por evitar que el alcalde se calcine con el tedio que produce volver por enésima vez a lo mismo, por contribuir a la mejora de una calle céntrica de cara a la capitalidad cultural y sobre todo por llenar de contenido la promesa electoral de que cumplimos.