Mi pueblo ha tenido, durante los últimos 25 años, un alcalde muy especial, uno de esos que ya no quedan, de los que anteponen el servicio público a su vida personal y familiar, de los que se sacrifican por los demás, de los que compatibilizan el desempeño de una profesión con la vocación política, de esos que alientan la esperanza de una política diferente, con buenas dosis de altruismo, pegada al terreno, centrada en solucionar los problemas de los ciudadanos. Una política, en definitiva, menos dogmática y mucho más humana. A mi alcalde yo lo considero un espécimen único en su género, un ejemplar en peligro de extinción. Y no quiero ser injusto proclamando que no hay más como él. Porque puede que queden por ahí algunos iguales. Pero mejores, estoy seguro de que no. Y la cosa es que el buen hombre anunciaba esta semana que, poco después de cumplir 64 años, y tras guiar el rumbo del pueblo durante todo un cuarto de siglo, había tomado la decisión de retirarse voluntariamente. Yo, si les soy sincero, hacía algún tiempo que ya sabía de su decisión. Pero preferí no adelantarme al anuncio. Eso sí, como ya lo sabía, he tenido algo de tiempo para rememorar la vida, obra y milagros de mi alcalde. Porque créanme que solo como milagrosa puede calificarse la extraordinaria transformación que mi pequeño pueblo ha experimentado durante sus 7 mandatos. Y miren bien lo que les digo, para que se hagan una idea de la magnitud del trabajo de este alcalde, que no exageraría un ápice si lo definiese como el gran arquitecto de Calzadilla de los Barros, que así es como se llama mi pueblo. Y es que verán, si cualquiera paseara por las plazas y las calles -y hasta las callejuelas y los campos- de Calzadilla, podría constatar, fácilmente, la brillantez de su gestión. De ahí que me atreva a afirmar que su imborrable huella, su indeleble impronta, permanecerá, sin duda y por siempre, en la Historia de Calzadilla de los Barros. Y ante esta realidad, yo, que soy un sencillo y humilde joven de pueblo, no puedo evitar emocionarme al pensar que el alcalde de mi pueblo, mi alcalde, mi querido Antonio Galván Porras, ha dejado el cargo. Y, fíjense cómo será la cosa, que aún no sé si se me ablanda el corazón porque he perdido a mi alcalde favorito, o porque recupero, a tiempo completo, a mi padre, al hombre cabal que ha sido capaz de querer a un pueblo entero del mismo modo en que los padres aman a sus hijos. H*Diplomado en Magisterio.