A veces, uno se plantea si nuestros políticos aciertan a la hora de diagnosticar y atajar distintas realidades sociales problemáticas. Muy a menudo, dedican todos sus recursos dialécticos, estratégicos, e incluso económicos, a situar un tema concreto en la agenda mediática, para tratar de dirigir la tendencia del debate público. Pero, con la misma frecuencia, yerran en el tiro, y colocan sobre el tapete asuntos que, verdaderamente, no importan al conjunto de la sociedad. Esto suele ocurrir, fundamentalmente, porque muchos políticos viven en pedestales desde los que solo alcanzan a ver a las personas en su condición de electores, y no como seres humanos, ni como ciudadanos. La propensión a actuar de este modo ha ido abriendo una zanja entre representantes y representados, que, durante los últimos años, no solo no se ha reducido, sino que se ha ido ensanchando más y más. Entretanto, muchos asuntos de importancia capital, para el presente y futuro de la ciudadanía, siguen sin abordarse.

Una de esas realidades a las que nuestra clase política no parece prestar demasiada atención es el problema de alcoholismo que existe en nuestra sociedad. La adicción al consumo de bebidas alcohólicas no es un drama de reciente descubrimiento, porque este problema existe desde tiempos pretéritos. Pero sí es cierto que, durante los últimos lustros, se hace más y más frecuente la visión de grandes grupos de adolescentes que se emborrachan cada fin de semana. Quien no vea en esto una amenaza social, necesita urgentemente pasar por la consulta del oftalmólogo, porque, por normalizada que esté esa imagen, no deja de ser una auténtica anomalía.

Está demostrado científicamente que el consumo de alcohol es perjudicial para la salud. Hay estudios que apuntan a que un consumo muy moderado de bebidas como el vino o la cerveza puede resultar positivo para ciertos parámetros saludables. Pero, de ahí, a la ingesta desmesurada de las distintas variedades de alcohol destilado, hay un trecho que nunca debería haberse andado.

Desgraciadamente, mientras que nuestros adolescentes y jóvenes se van hundiendo en un hoyo del que es tremendamente difícil salir, nadie parece decidirse por hacer nada. Quizá porque el consumo de alcohol está socialmente aceptado, e incluso bien visto. Pero hay costumbres que, por extendidas que estén, habría que erradicar. Un buen comienzo sería el de castigar, con auténtica dureza, a todos los que se lucran, sin escrúpulo alguno, gracias a la venta de sustancias alcohólicas a menores de edad.