Al llegar las cuatro o las cinco de una madrugada en los cada vez más largos fines de semana, la paz imperial de las noches de todo el año, pero con más fuerza en primavera y verano, se rompen y estropean burda, vulgar y groseramente. Es cuando van cerrando los muy legales locales de copas y van echando a la calle a seres de los dos sexos que atiborrados de ginebra, vino y reguetton, chocan contra la serena y elegante noche.

Entonces, nada es ya elegante.

Gritos, vomitonas, insultos, contenedores volcados, carreras, ruido. Las sombras y las farolas estallan de asco y de miedo. Los ciudadanos --se aspire o no a Capital Cultural Europea-- dejan de dormir brusca e injustamente. Los locales han hecho legalmente caja, los bebedores compulsivos querrán demostrar que se han divertido muchísimo, los coches rugen y se alejan, pero solo hasta dentro de unos días. Entonces se repite cada madrugada de ebrios que tienen derecho a estarlo, de copas que se han servido también de la misma forma.

El sentido verdadero de todo esto aún no se sabe cual podría ser. El resultado es exactamente ese: beber, gastar blasfemar, consumir e intentar demostrar que se lo pasan estupendamente así porque son jóvenes y nada ni nadie les podrá detener.

Yo sí quisiera detener esta compleja maquinaria y situar cada bar debajo de la ventana, en la esquina, en la plaza y en el portal contiguo de quien firmó los papeles para que ocurra precisamente esto y de esta manera, en los alcoholizados amaneceres de cada eterno fin de semana. Por cierto, Goethe dijo que la juventud es embriaguez sin vino".María Francisca Ruano **Cáceres