Ya es oficial el dato económico que se intuía desde hace unos meses: la economía alemana ha dejado de crecer desde finales del verano del año pasado. Coincidió con unas inundaciones sin precedentes en el este del país y con la apurada reelección de Gerhard Schröder como canciller. Ya entonces se sabía que Alemania necesitaba una revisión profunda de su modelo fiscal y de prestaciones públicas. La resistencia social a esos cambios, combinada con la incertidumbre internacional por la guerra en Irak y el alza de la cotización del euro frente al dólar, ha provocado la recesión económica en Alemania. Holanda e Italia van por la misma senda. Pese a los buenos augurios a medio plazo que prevén los agentes económicos, encabezados por el Banco Central Europeo, sobre el crecimiento de la Unión Europea para este año, lo que afecta a Alemania va a contaminar a toda la UE, porque no es sólo una crisis coyuntural del primer contribuyente a las arcas comunitarias. Las multinacionales alemanas, tan competitivas, y los sindicatos alemanes, tan firmes en la defensa de los derechos de sus afiliados, advierten desde hace meses de que el sistema está agotado. Y los gobernantes no proponen alternativas fiables.