Pablo Iglesias es, usando el femenino del que tanto abusa su partido, mala. Una mala persona. Lo canta cada vez que habla. El tal sujeto es un cáncer para la convivencia; para más inri, un cáncer maligno. Y, para desgracia de propios y ajenos, un cáncer que crece donde más daño puede causar: en el consejo de ministros. Sé que al decirlo escribo mi nombre en la negra lista de las chekas, de los gulags, de las sacas, de las tapias y de las fosas comunes... pero aún hay esperanza. Todo dependerá de nosotros mismos, de nuestra voluntad de oponernos a su maldad.

La situación es grave. Los vivos nunca antes habíamos visto algo parecido. Algo tan pequeño como un virus está haciendo un daño tan grande como nadie recuerda. La muerte de más de mil compatriotas ha traído de su mano no solo el luto, también, y sobre todo, el miedo. El miedo es un enemigo formidable. Toda civilización teme su abrazo. Entre nosotros habita ya el miedo, no solo el miedo a la muerte, sino también el miedo al hambre y a la miseria. El miedo, una ponzoña donde crecen las más bajas pasiones, donde los arribistas sin escrúpulos buscan ganancia.

Hoy, en España, la vida está comprometida y, además, la bolsa. La bolsa y la vida pendientes de un hilo para miles de compatriotas. El fantasma del paro. El drama del cierre de cientos de miles de pequeños negocios. La angustia de otros tantos cientos de miles de ahorradores ante el desplome de la Bolsa. Todo eso... y el miedo que ha venido para crecer sin freno. Un miedo denso y oscuro. El miedo que agiganta las sombras, el mismo miedo que convierte los sueños en pesadillas; el miedo, aliado sucio de sucios agitadores.

Pablo Iglesias comanda una revolución repleta de odios viejos. Una revolución, la suya, que el mundo ha padecido cien veces; una revolución que aspira a la dictadura comunista, al terror rojo. En esto no hay medias tintas,... hay más de cien millones de muertos. Eso es el terror rojo: la Rumanía de Ceausescu, la Cuba de Castro, la Albania de Enver Hoxha, la Camboya de Pol Pot, la Venezuela de Maduro,... Hambre y piojos. Y más de cien millones de muertos.

«Debemos politizar el dolor»; ha dicho el pequeño aprendiz de tirano. Esta crisis es una oportunidad para su egolatría. Está esperando, cual Lenin, su tren blindado. Cuanto peor mejor. Mejor para su casta, peor para el resto. El dolor, pero también el miedo y la mentira, son sus herramientas para derribar el régimen de paz y convivencia en el que, hasta hoy, mal que bien, vivimos los españoles,... Dolor, miedo y mentira a partes iguales, el veneno con que «asaltar los cielos», con que alcanzar el poder absoluto. Él y los suyos, los que nos han dividido hasta la náusea, los que nos han enfrentado sin tregua: hijos frente a padres, mujeres frente a hombres, empleados frente a patrones, inquilinos frente a caseros... Ellos, los que, en esta hedionda degradación moral, esperan su hora torva.

No, no se trata de si se ha saltado la cuarentena o no; no se trata de si es responsable de miles de contagios por jalear las manifestaciones del 8 de marzo, no; no se trata siquiera del bochorno de ver al vicepresidente del Gobierno de España alentando una cacerolada contra el Rey (todavía) de España (todavía). No, no se trata de eso. O, al menos, no se trata solo de eso. Hay algo mucho más importante en juego: el pan, la libertad y aún la vida de todos y cada uno de los españoles. Estamos ante un paso estrecho, ante un desfiladero donde, en sus cumbres, acechan bandoleros despiadados. Una encrucijada en la que se decide el futuro de España. Por eso conviene estar en alerta tensa. Alerta anticomunista, por supuesto.