La sacudida experimentada el jueves por las bolsas a causa de las dificultades financieras de dos grandes empresas del emirato de Dubái han puesto en estado de alerta a las autoridades monetarias y a los gobiernos occidentales. Ante el temor de que, como sucedió con la quiebra de Lehman Brothers, se reeditara un efecto dominó, el nerviosismo se apoderó de los inversores, pero parece que la serenidad ha regresado a los mercados gracias a la red de alarmas cuya misión es prever un descalabro de la entidad del registrado hace poco más de un año. Aun así, las características del sospechoso milagro dubaití, una mezcla heteróclita de especulación, osadía inmobiliaria, turismo de lujo y delirios de grandeza, plantean de nuevo la necesidad de que la banca y los grupos de inversión no se dejen deslumbrar por el espejismo del beneficio fácil. Como en tantas ocasiones, ahora se multiplican las voces que aseguran que el batacazo se veía venir, pero, hasta hace cuatro días, los empresarios de Dubái eran recibidos con toda clase de parabienes cuando iban en busca de dinero para financiar sus proyectos. El resultado fue, como muchas otras veces, que los bancos prestaron el dinero que hinchó la burbuja inmobiliaria en el Pérsico, en un país sin yacimientos petrolíferos que pretendía construir su prosperidad sobre el ladrillo y el turismo de cinco estrellas.