Escritor

En este día lleno de presagios de guerra, en el que hasta las nubes se arrastran por el cielo con desfile belicoso, paseo por las cercanías del río Guadiana, no muy lejos de la sombra del emperador Augusto, aquél que llevó la paz al Imperio. Aún es muy de mañana y pasan a mi lado señoras que realizan su caminata gimnástica a paso marcial y resoplador. Por las ventanillas de los coches que acuchillan la travesía se escapan estridencias de metralla. Al final del puente Lusitania observo que las tapias de algunos de esos chalecitos que hay enfrente de la Biblioteca Nacional Delgado Valhondo han aparecido pintadas con alusiones pacifistas, eslóganes perpetrados en pintura negra como metáfora del petróleo al que acusan de ser el único instigador de la contienda. Son pintadas nocturnas, de caligrafía torpe, precipitada, que repiten un no a la guerra por toda la pared. Y junto a ellas, confundido entre ese grito machacón y necesario, una pintada roja, de caracteres enormes, reposados: Sari te quiero. La frase es breve, rotunda, con la luminosidad de las inspiraciones, como el que por fin grita algo que de verdad importa en medio de un fárrago de disparates soltado por lunáticos. Y yo me emociono ante esta declaración eterna, inocente, quizá porque las primeras horas del día son propicias para el sentimentalismo, o quizá porque de pronto me enternece el imaginarme a ese muchacho que acaba de descubrir que el amor le congestiona el pecho y le subyuga la voluntad y debe gritarlo a los cuatro vientos, hacer que todos conozcan que él no sólo existe sino que además quiere a Sari, lo cual debe provocarle insomnios arrebatadores que lo llevan a rubricar los muros, aunque en ese mismo instante el mundo esté a un tris de saltar en pedazos, corrompido por bombas y por virus asquerosos.

Pero hay una cuestión en la que tal vez el anónimo enamorado, mientras tatuaba el nombre de Sari sobre la piel cementosa de la tapia, no reparó: y es que con una simple frase dejaría al descubierto las flaquezas de esta sociedad estridente y boba que tropieza mil veces en la misma piedra; porque las guerras, según dejó escrito Ciorán en alguna parte, se hacen siempre en nombre de un Dios o de sus sucedáneos, en nombre de la transcendencia, mientras que el amor, como todo lo fundamental para el hombre, es siempre aquí y ahora y no admite postergaciones. No hace mucho que Aznar ha confesado actuar con la vista puesta en la Historia, por encima de la trivialidad de lo diario. Probablemente sea este el modelo de religión que levantan los que se adoran a sí mismos, otro sucedáneo de Dios: la transcendencia otorgada por una página en un libro de historia, la forma más ridícula de matar y de morir. Yo trato de imaginarme cómo será este muchacho, acaso tímido, deslumbrado por un encuentro con el que llevaba soñando desde la lectura de su primer libro de versos, como nos pasó a alguno de nosotros.

Y Sari, cómo será. Tendrá acaso la suficiente edad como para comprender que los años en que los hombres salen por ahí a pintar las paredes con su nombre son raudos, como una fiesta de fin de curso. Ojalá no. Ojalá sean tan inocentes que ignoren que les ha llegado su hora de vivir su sueño y sean capaces de beberlo sin la conciencia de la precariedad.

Mientras tanto, al compás que voy anotando estos recuerdos, ha ido llegando la noche. El mundo está conteniendo el aliento a la espera de qué deciden los poderosos. Para luchar contra ellos pienso sinceramente que habría que cambiar de táctica y lanzarse a la calle con pancartas, no pidiendo la paz, sino exclamando en letras mayúsculas que alguien quiere a Sari, que mientras exista por ahí escondida una persona que en medio de tanta vulgaridad y barbarie es capaz de tal punto de abstracción para salir a la noche a tiznar las tapias de la ciudad con el nombre de la mujer a la que ama, no está todo perdido.