THtace ciento cincuenta años que Lewis Carroll (seudónimo del reverendo Charles Lutwidge Dodgson ) publicó uno de mis libros favoritos, Alicia en el País de las maravillas . Desde entonces, la obra se ha convertido en un clásico apto para cualquier edad.

Puede leerse como un libro de aventuras, pero también como una crítica feroz al sistema educativo, a la falta de imaginación del mundo de los adultos, al despotismo y crueldad de los dirigentes y, sobre todo, como una descripción de un mundo habitado por locos, gobernados por la sinrazón y la injusticia. Alicia consigue escapar de la malvada reina, y vuelve al mundo real, como si todo hubiera sido un sueño.

Atrás deja el té más insufrible en el que ha participado nunca, un juicio absurdo en el que se pretende condenar a la pobre sota de corazones a pesar de que se demuestra su inocencia, y la historia del gato al que no se puede decapitar porque solo tiene cabeza. Un mundo de locos, piensa Alicia, lleno de falsas tortugas, orugas susceptibles, y fiestas de no cumpleaños. Un mundo de maravillas que no entendíamos muy bien cuando éramos niños, y que comprendemos demasiado bien ahora, cuando otras lecturas y otras vidas nos han llevado a saber leer, de una manera distinta, menos compulsiva, más calmada, con la que quizás aprendamos más, pero disfrutemos menos.

Yo añoro esos días en que leía las aventuras de Alicia con los ojos de quien aún está abierto a las sorpresas, y no con la mirada de quien sabe que a veces, para decir adiós a un laberinto de locos, a las decisiones de los déspotas, y a las prisas que no llevan a ningún sitio, no basta solo con despertarse.