Hay Alicias que miran con pavor el túnel que se abre a través de la madriguera del conejo blanco. No se percibe, como podría parecer, como un tobogán, como la libertad que alzará sus enaguas de puro disfrute, más, más rápido, a ciegas, para saborear lo desconocido, lo nuevo, comiendo a dos carrillos y sin temor a ensuciarse una tarta con doble capa de chocolate y de adrenalina. Una inconsciencia del después.

Un regodeo en la inconsciencia. Sino que ese viaje se acomete a la fuerza, resistiéndose como los perros que estiran sus patas delanteras para frenar el paso, con los ojos fruncidos, esperando que así desaparezca la pesadilla y no le trague la negrura, el infinito viaje hacia el otro lado. A esa otra orilla que Muñoz Molina describía en su Sefarad, los otros lugares de Foucault, o incluso las puertas destruidas en la película de Pixar de Monstruos S. A.

El paso de una frontera sin retorno que parece esconder el exilio de sí mismo, es para algunos la asunción de la muerte de quien se amaba, o la separación del que se marcha. La operación quirúrgica que amputa y continúa, como un miembro fantasma, ausente y doliente. Se asoman al abismo y éste tiene la forma redonda del ojo del huracán que lo arrasa todo, y del doméstico desagüe que acaba en las alcantarillas, y luego en los ríos y luego en el mar y los océanos, ya siempre inalcanzables.

Y corriente abajo se va un pasado que parecía presente y con él, los primeros besos que encendían, que incendiaban los callejones, los arcenes, las promesas susurradas como el fru fru de la seda, en el recodo del oído, la piel que nadie más memorizó, las dedicatorias en los libros que hoy también dejan huérfanos los estantes, los paseos del brazo, esperando salir de cuentas, las muescas en la puerta cada cumpleaños, el primer día del colegio, las copitas de anís para los reyes magos, el recitar a Machado al pasar el Duero, las fiebres enjugadas, las manos cogidas hasta la puerta del quirófano, las oraciones musitadas ante el dolor del otro. L´adieu. Por eso las piernas flaquean incapaces de sostener el desgarro de ya no ser. Porque ese tiempo que se marcha arranca como en la escena del tsunami en Lo imposible, ramas, árboles, músculos, vísceras, huesos. Todo. Y es difícil, incluso para Alicia, saber que el juego no ha terminado. Que, como cantaba Sinatra, la vida continua.