Ahora que ya sabemos que no saldremos más fuertes, no creo que sea consuelo alguno pensar que saldremos más cínicos. No nos lo ponen fácil, la verdad. Personalmente, he de reconocer, no he perdido la capacidad de asombro. Algo de esperanza conservo. Al menos, confianza en que las cosas pueden hacerse de otro modo.

A estas alturas del difícil partido, seguimos con un (falso) debate entre la salud y la economía. ¿Todavía piensan que hay una dicotomía pública en la gestión de la pandemia? ¿Qué son dos polos opuestos? En marzo, el confinamiento fue una decisión rápida, casi acelerada. Solo una semana antes había escasos indicios sobre una medida tan restrictiva en los discursos oficiales, cuya primera consecuencia era la paralización de toda actividad. Lo que lógicamente tiene una factura económica.

Sin embargo, no hubo contestación. Y no hablo de comportamiento ciudadano, que fue ejemplar. Nos encerraron y paralizaron nuestras vidas y existió la madurez suficiente para entender el porqué. Puede que ahora ciertas imágenes de reuniones sin respetar las medidas de seguridad y de comportamientos irresponsables nos causen desazón e irritación. Está bien porque no es cuestión de jugar con nuestra salud. Pero no está de más recordar que un altísimo porcentaje cumplió y cumple, mostrando con respeto suficiente al virus.

Más allá de la reacción popular, tampoco existió controversia política. El gobierno aprobó en un tiempo récord y con unanimidad una medida de urgencia, que además es una herramienta constitucionalmente regulada, como es el estado de alarma. Que inicialmente se aprobó sin sobresaltos, más allá de las escaramuzas parlamentarias de aquellos que quieren ser siempre novia en la boda y que se jactan de hablar con la boca llena. Todo el mundo razonó que primero estaba la salud. Nadie hubiera entendido lo contrario, claro.

Así que aún estamos enzarzados decidiendo entre la bolsa o la vida. Lo que sólo puede responder a que nos hayan dirigido, pacientemente, a ese puerto. Es comprensible que para gran parte de la población pueden parecer intereses en algún punto contrapuestos (ahora hay que centrarse en salvar vidas, ¡en no dejar a nadie atrás!), pero para eso están nuestros poderes. Para saber que una estrategia sanitaria debe estar alineada con una planificación económica. Y no importa que no quieran hacer didáctica de ello. Lo cual, por cierto, ya debiera ser sospechoso, con lo que les gusta a nuestros políticos (admito excepciones, pero bajo prueba fehaciente) darnos lecciones. Cualquier que detente un poder público, en el gobierno o en las autonomías, debe tener en cuenta en su planificación que la defensa de la salud pasa por dotar de recursos a la infraestructura sanitaria. Y que necesita que estos recursos fluyan desde la actividad económica, no sólo desde una restricción de movimientos que no deja de ser una limitación de derechos. No hay conejos en la chistera.

Ocurre que no es que no exista una estrategia sanitaria a la que debe servir una estrategia económica. Es que ese circuito se rompe desde que entra en juego la táctica política. Según su alineamiento (otro símil, ¿no creen?) político, tenderán a pensar que esto lo ha hecho un partido u otro. Objetivamente, lo cierto es que se hace realmente complicado hablar de una estrategia común y que hemos visto -primetime- cómo se señalaban a algunas comunidades autónomas frente a otras. Mientras, se estigmatizaban decisiones que se han probado eficaces. En vez de medir, cuestionar y aplicar medidas, probamos antes de nada a desacreditar. Que algo queda.

Al final, estas discusiones no ocultan el avance del virus y sí sirven para evitar hablar del verdadero problema: la ineficaz gestión pública de la actual situación. Háganse una pregunta: ¿de veras creen que un cargo político con capacidad de decisión se atreverá a adoptar medidas impopulares pero beneficiosas en el largo plazo? ¿Alguien al volante con suficiente altura para entender las consecuencias de esto antes que su propio asiento? Si no hay comité científico, sólo se escuchan a chamanes en perpetua campaña.

Hay un fallo en la alineación: los intereses políticos son individuales, primero, y de partido, después. Los votos se ganan diciendo lo que crees (o alguien te sopla) que tus votantes quieren oír. De ahí a gobernar va un trecho tan largo como de Moncloa a la Carrera de San Jerónimo. Quizás, incluso, hasta la sierra.