El precio de la política, los gastos que se originan por el ejercicio del servicio público en una democracia y las remuneraciones de los políticos, constituye un debate recurrente muy propenso a argumentos demagógicos. Es evidente que los representantes públicos deben estar pagados correctamente, al menos por dos razones: si no, solo se dedicarían a la política los mediocres sin oficio ni beneficio, y un sueldo insuficiente favorecería la corrupción. Es cierto que en ocasiones ninguno de estos dos peligros se evita incluso con sueldos adecuados -en la política hay personas que no destacarían en el sector privado, y los corruptos han proliferado-, pero los casos de incompetencia o corrupción no invalidan el argumento principal de que la actividad pública debe estar bien pagada para que pueda competir en cierta medida con el sector privado.

En España, en comparación con otros países, como Italia, los sueldos de la política no son excesivos, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayoría de los diputados destinan parte de sus ingresos al partido al que pertenecen. Sin embargo, la inédita situación de que llevemos casi un año con un Gobierno en funciones, con dos elecciones y una legislatura fallida, ha reabierto el debate sobre el precio de la política. Las cifras son contundentes: los diputados han ingresado más de 17,7 millones de euros en sueldos y complementos desde el 26 de octubre del 2015, fecha de la convocatoria de las elecciones del 20 de diciembre, desde las que ha sido imposible formar Gobierno. Gastar casi el total del presupuesto anual -19 millones- para, por decirlo pronto y mal, no hacer nada es lo que justifica las críticas. Hay además conceptos de la remuneración discutibles, como pluses innecesarios por desplazamiento, que cobran incluso los que viven en Madrid, los dos meses de paro entre dos legislaturas o la indemnización a los que no repiten.

La imposibilidad de formar Gobierno ha propiciado que algunos constitucionalistas propongan una reforma de la Constitución para regular mejor el mecanismo de la investidura y la disolución automática de las Cortes en los dos meses siguientes si ningún candidato logra el aval para gobernar. Esta cuestión de las remuneraciones de los diputados, idénticas tanto si la legislatura se pone en marcha como si resulta fallida, es otra de las buenas razones que avalarían esa reforma.