No son siempre los mismos, qué tontería. Tampoco son una masa de caras que se repite curso tras curso sin distinción alguna. Ni un colectivo anónimo que pasa de septiembre a junio sin dejar más registro que un nombre y apellidos en un cuaderno repleto de números y tachaduras.

No son siempre los mismos, no, igual que nosotros tampoco lo somos. Hay años en que el curso empieza de capa caída, y cuesta levantarlo lunes tras lunes, y volverse a casa cada viernes pensando que no lo has conseguido.

Otros, la comunicación fluye de tal forma que se siente un vacío inmenso cuando acaba y aún quedan proyectos en las manos. Un año te desenamoras tú, por ejemplo, mientras ellos viven siempre enamorados, y debes ponerte la máscara cada día para no venirte abajo, la misma máscara que ellos no se ponen nunca porque no la necesitan.

Ya tendrán tiempo de fingir, de disimular, de aprender a decir con matices lo que piensan, no como ahora, a bocajarro. Lástima que en el camino pierdan tanta espontaneidad, y acaben por ver al emperador vestido.

Quizá sea ley de vida, pero mientras llega ese momento, pasean gráciles sin más preocupación que el próximo examen, o los me gusta de las redes, o si podrán salir este fin de semana. No son los mismos, no. Tampoco lo soy yo en cada curso.

A veces muere un ser querido y apartas telarañas por los pasillos, mientras Machado, por ejemplo, se vuelve cuesta arriba porque escuchas la voz de tu profesor que era también tu padre. O pones la mano sobre la frente para comprobar su fiebre, en un gesto aprendido de tu madre.

O tienes un hijo o dos y la carrera de la vida va añadiendo obstáculos y arrugas a la ligereza con que empezaste en el punto de salida. A ellos les pasa igual.

Los has visto llegar desorientados, acurrucables aún, la mano siempre en alto, dispuestos a participar en todo. Luego, las hormonas se apoderan de sus cuerpos y tú no eres más que la frontera entre la calle y su casa.

Poco a poco se asientan. Crecen. A veces ves en sus ojos un brillo de lento reconocimiento y eso basta. No hablo de dejar huella o impronta o marcar vocaciones, esas palabras mayores. Hablo de afectos compartidos, gestos pequeños, niños que has visto convertirse en personas.

Ahora se van, pero enseguida llegarán otros alumnos, en este tiempo circular que marca nuestra profesión. Llegarán otros, sí, pero ya no serán los mismos. Y esa es la liberación de los profesores, pero también su condena.