El pasado lunes, ante la premura de tener que escribir esta columna periodística y no decidirme sobre qué, solicité ayuda a los amigos que frecuentan mi muro de Facebook. Les pedí que redactaran la primera frase, con la promesa --o acaso mera intención-- de que yo trataría de escribir el resto. No porque yo sea una estrella de las redes sociales sino quizá por lo contrario --creo que les inspiro algo de pena--, numerosas personas comenzaron a proponerme hilos temáticos a modo de empujoncito creativo. Algunos me ofrecían la primera frase (que eran en sí una suerte de microrrelato de una línea); una escritora me sugería que escribiese sobre Simon Leys y que le concediera tanta importancia a su condición de fumador como de escritor; un amigo editor, especialista en la guerra civil española y en la posguerra, propuso que escribiera sobre los extraterrestres que hoy --esto es, el pasado lunes-- habían aterrizado en España hacía justo 80 años. Y otro amigo historiador me sugería que repensara, negro sobre blanco, por qué demonios había decidido cierto día aciago --el adjetivo es mío-- ser escritor.

Pero hubo más: propuestas para que escribiera sobre los sillones (no sé si desde connotaciones políticas o simplemente imitando el estilo IKEA); comienzos de cuentos más o menos apocalípticos; e incluso la invitación a lamentarme ante el estigma del folio en blanco, que es, dicen, una técnica para combatirlo.

Pero cuantas más ideas me ofrecían mis amigos, más me iba drenando interiormente, como si el oficio de escribir no resistiera con buena nota los primeros auxilios de amigos voluntariosos dispuestos a hacerte el boca a boca.

La escritura, digámoslo ya, es una amante autoritaria, conclusiva y atrabiliaria que no solo rechaza la camaradería sino que además la condena. Como en los grandes melodramas, saber que tengo una amante casquivana y tóxica no me impide seguir amándola.