En los tiempos del miedo, a los cobardes siempre les ha sido fácil abrirse camino porque sabían cómo amedrentar a quienes no se fiaban de sus fuerzas aunque las tuvieran. Como decía la canción de Mercedes Sosa que cantaron Ana Belén y Víctor Manuel: «Si un traidor puede más que unos cuantos, que esos cuantos no lo olviden fácilmente».

Ocurre en nuestras vidas en ocasiones: el temor se convierte en el mejor caldo de cultivo para echar por tierra las pocas esperanzas de la gente que más sufre, de la que más dificultades tiene. Quienes son vulnerables al miedo. Ocurrió esta semana con la elección ¿sorpresa? de Trump en Estados Unidos. Más allá de análisis sociológicos sesudos, me pareció percibir en las reacciones posteriores a su triunfo un halo de indefensión de una parte de la ciudadanía ante un nuevo gobernante.

¿Pero no nos habían enseñado que la democracia nos hace a todos iguales? Una persona es un voto. ¿O no? Por eso, creo que el inquilino electo de la Casa Blanca no se volverá loco como algunos predicen, ni echará abajo el mundo en que vivimos porque, ahora sí, el pueblo que le ha elegido quiere soluciones a sus problemas cotidianos, no más dificultades. Claro que es complicado predecir el futuro, más sencillo quizá que el comportamiento humano, tan dado a la improvisación y a la temperatura del momento. No es el personaje de cartón piedra que nos dibujan, es el propio miedo a lo desconocido lo que empuja a miles de americanos a dudar de ellos mismos.

En mis viajes a Nueva York aprendí varias lecciones: una de ellas fue la del capitalismo real: tu esfuerzo tiene recompensa. Si en la era Obama se crearon más de 10 millones de empleos nuevos fue porque la idea de competir por ser mejores cada día en esa sociedad cala en el corazón de sus habitantes. Esa cultura se hizo, a pesar de las crisis, para enseñarles que la superación es la clave para crecer. Y estoy convencido, a pesar de tantas dudas, de que América es más que un presidente. Se llame Trump o Clinton.