XCxomo el protagonista de la divertida historia que nos contó en la fría noche placentina, Bernardo Atxaga, seudónimo literario de Joseba Irazu, bajó del norte, a través de la nieve, para leer, por fin, en el Aula José Antonio Gabriel y Galán. Como recordó en su presentación Gonzalo Hidalgo, hacía siete años, los que lleva funcionando, que intentábamos en vano que viniera y sólo cuando ya nos habíamos dado definitivamente por vencidos, pudo ser. Atribuyo buena parte de la culpabilidad a Eduardo Achótegui que mantuvo una larga conversación con la madre de Atxaga en euskera; a propósito, entre otras cosas, de la posible visita de su hijo a Extremadura. Esta, que intuyó de inmediato que el de Eibar encarna la figura y los modales del yerno perfecto, le convenció de que debía llamar a Badajoz y éste, claro, lo hizo. Ahí empezó casi todo. Sí, porque falta un detalle: nuestro corresponsal en Lisboa, Angel Campos, ya le había tirado los tejos (literariamente hablando) en una visita que hizo el de Asteasu a la ciudad del Tajo. Lo que ha sucedido luego puede ser catalogado de acontecimiento: no todos los días tiene uno la fortuna de toparse con un escritor de la categoría de Joseba ni con una persona del talante de Bernardo. Como diría uno de Bilbao, se ve a la legua que "es amigo".

Atxaga, que ya había leído en otras Aulas Literarias de la AEEX, viajero habitual por estas tierras, tiene su particular "conexión extremeña" en el pueblecito verato de Viandar. Reconoce que durante las temporadas que ha pasado allí --una tan larga como para escribir una novela-- fue "modestamente feliz". Que el paisaje y el paisanaje de esa localidad forman parte de su mejor memoria. Su vinculación con ese sitio procede de su antigua amistad con los Valverde: Mikel (el ilustrador de los libros de su personaje Bámbulo ) y Ernesto (a la sazón, entrenador de Athlétic de Bilbao).

Uno lo comprende. Los veranos de mi infancia están unidos a ese lugar donde nació mi abuela paterna. Al áspero sabor del queso de cabra (que se hunde en la raíces de mis antepasados), a las aguas limpias y heladas de las gargantas (metáfora perfecta de lo que uno ha querido hacer en poesía), al perfil lejano y atrayente de las montañas del Chivetín (fuente incesante de leyendas familiares)... También al miedo de las habitaciones oscuras con camas muy altas.

En la sesión con los chavales de los institutos, el autor de Obabakoak dio una lección sobre avestruces que era, en realidad, una reflexión sobre el hambre y la pobreza. Habló de la consolación de la literatura que es "como meterse en una casa", en un refugio contra el mal absoluto que nos amenaza fuera. Les contó que la literatura permite hablar de cosas peligrosas. Hablar de otra manera gracias a lo que él denomina la "verdad imaginativa". Que aquélla funciona como un "revelador" (fotográfico) que permite a cada lector encontrar su propia verdad. En la cena y la comida que compartimos, nos habló de "cosas peligrosas" (hasta donde es posible hablar, como él precisa). De la dura intemperie de su país natal y de sus complejas situaciones, la violencia ante todas. De la miseria y, sobre todo, de la grandeza de su gente.

A la entrada del salón del actos del instituto, nos repartieron a todos una fotocopia de su poema La vida es la vida. Lo escribió tras los terribles sucesos del 11-M. "La vida es la vida / y es lo más grande; / el que la quita / lo quita todo". Se ha vuelto a poner de manifiesto estos días: nada como la poesía para aplacar el dolor, para aliviarnos de las ofensas de la existencia.

En otra sala, la del Club del Verdugo (ahora, al parecer, del Ateneo), se refirió a las lecturas como momentos fuera del mundo. La mayor parte de las ciento y pico personas que nos reunimos para escucharle sentimos que el tiempo en efecto se había detenido por espacio de, al menos, media hora. Ese es el poder de la palabra. Ese el encanto de la poesía y del relato en la voz y en la mirada de Bernardo Joseba Atxaga Irazu.

*Escritor