El otro día, mis alumnos querían hablar sobre el amor. Lo propuso una chica encantadoramente honesta e inteligente. Pidió que tratáramos de la dependencia afectiva. «Como todos sabéis -explicó a sus compañeros-, soy muy feminista, y creo en aquello de que ‘si duele, no es amor’, pero... -dijo con una madurez a prueba de consignas- es que yo no puedo evitarlo... Y no lo entiendo».

Todos entendimos que lo que no podía evitar ni entender (dadas las consignas al uso) era el hecho de que, a veces -y sin que haya violencia o maltrato- uno lo pase mal... «por amor», que es como se decía antes de que los coaches y cierta contracultura popular decretaran que «el amor no debe doler» y que el «amor romántico» (o la caricatura ad hoc que ha hecho del mismo) ha de ser erradicado del mundo.

Nadie niega -yo, al menos, no- que nuestra forma tradicional de interpretar y (por tanto) experimentar las relaciones amorosas esté infectada de actitudes o creencias machistas (ni que esto afecte a todas las épocas -no solo a la romántica-). Pero de ahí a justificar el torpe análisis -repleto de prejuicios, imprecisiones y psicología barata- que se suele encontrar uno en las críticas al «amor romántico», o la negación en bloque de la concepción tradicional del amor, hay tanto trecho como el que va de la ignorancia supina a la reflexión sobre algo en lo que el ser humano lleva pensando miles de años.

De entrada, hay que superar el prejuicio de que el amor es asunto de la psicología (o de ciencias más simples como la biología o la química). El amor, ese incurable afán de identificarnos con aquello que nos eleva hasta las más altas cotas de vitalidad y plenitud, es una cosa mucho más seria, compleja, metafísica y moral de lo que la ciencia podría describir nunca. Justo porque el amor es un asunto moral -referido, por ejemplo, a lo que es o no digno de ser amado- y no científico, es por lo que su concepción admite la crítica feminista (o cualquier otra).

Pero volvamos al debate de clase. ¿Por qué no habría de generar dependencia el amor? ¿No es acaso bueno -la mayor experiencia de plenitud y sentido, según algunos- lo que el amor promete y, en parte o en grados, consigue? ¿Y quién no se va a hacer «dependiente» de algo tan bueno? ¿No es absurdo depender, que te digo yo, del agua o del oxígeno, y pretender no hacerlo de aquello mismo sin lo cual beber o respirar carece de todo sentido? ¡Pues claro que una profunda y satisfactoria relación amorosa genera dependencia! ¿Cómo no?

En cuanto al dolor, todo el mundo sabe cuándo merece o no la pena. El amor duele como el anhelo que es, como duele todo lo que importa, todo lo que te saca de tus casillas, todo lo que te hace cambiar y crecer. Y por supuesto que «quien bien te quiere te hará llorar», mostrándote, como solo quien te quiere hace, el pie del que cojeas. Porque amar a alguien no es -como dice el tópico- «quererlo tal como es». ¡Valiente falta de respeto! Solo un pobre idiota engreído podría pretender que se le quisiese tal como es (y no mejor). ¿Qué diablos significaría el amor -o un viaje, o un libro o cualquier otra experiencia humana- si en lugar de transformarnos nos dejara igual de tontos que estábamos?

Desengáñense. Ese «amor» que nos venden como indoloro y falsamente respetuoso es solo mercancía, entretenimiento o turismo íntimo, pulido y depilado, placer anodino sin la menor tensión ni interés, El amor de verdad duele. No hay dolor más profundo (ni fértil) que ese que nos procura. Y hay que enseñar a los chicos a aceptarlo -y a distinguirlo del mero maltrato-. Negar ese dolor es lo que acaba por generar frustración y violencia en aquellos que, como niños consentidos, no aceptan que sufrir (desear en vano, esperar sin esperanza, perder lo que creíamos ganado...) es parte del amor y de la vida.

Al final de la clase, por cierto, una chica no pudo más y comenzó a llorar en silencio. Mal de amores. No hubo mejor ni más hermosa conclusión. Somos humanos. Queremos y necesitamos a los demás. Y nos duele infinitamente el amor. La primavera en que ya no encuentre adolescentes llorando de amor en un aula, el mundo -por mi parte- se puede ir tranquilamente a la mierda.