El amor es ciego, decimos, para tranquilizarnos, para justificar las locuras que se cometen en nombre de la pasión, o del capricho, que de todo hay, por más que queramos dar otro nombre a lo que sentimos.

Por eso comprendemos el enajenamiento de esos amigos que pierden la cabeza y luego pasan toda la vida tratando de recomponer los pedazos. Por eso también somos clementes con nuestros errores, con las decisiones que no llegan a fatídicas pero rondan la frontera. En otros casos, sí se pasan los límites y el resultado suele ser la ruina personal o la muerte, como le ha ocurrido a Rebeca Santamalia, por ahora la última de las mujeres asesinadas este año.

Rebeca era abogada, muy conocida en el gremio por su profesionalidad y porque siempre trataba de llegar a acuerdos. Era brillante, progresista, según una de sus compañeras, y tenía un hijo de catorce años que acaba de quedarse sin madre.

El asesino ya había matado otra vez, a su pareja de entonces. Había cumplido catorce de los dieciocho años de condena, y había salido en libertad condicional gracias a su abogada, la misma Rebeca Santamalia, que había convencido a todos de la posibilidad de reinserción social de su defendido. Rebeca tenía cuarenta y siete años, y en las fotos aparece como una mujer guapa, que mira a los ojos a su futuro asesino, con esa ceguera irracional que asumimos como la normalidad tantas veces.

La prensa dice que mantenían una relación, que ella estaba enamorada de un hombre que ya había matado otra vez, y cuya confesión ella habría tenido que escuchar para poder defenderle.

Yo no sé si es cierto. Sí debían de tener algún tipo de intimidad, de confianza mutua, para que ella apareciera muerta en su piso la otra madrugada. Puede que fuera pasión, amor, locura, o simplemente una relación idealizada en la que ella, tan inteligente, con su profesión de abogada, acostumbrada a escuchar mentiras y a defender asesinos, cayera como tantas otras antes.

Puede que fuera eso tan antiguo y típico en lo que caemos los enamorados, ese intento absurdo de tratar de redimir a nuestras parejas, de creer que podremos cambiarlas, de pensar que la violencia es algo anecdótico que nunca nos va a pasar a nosotras, de que el hombre al que queremos no es el mismo que ha matado a su mujer años antes por el simple hecho de que le importa menos que nada una vida humana, sobre todo si es su mujer, sobre todo si no puede hacerla suya y conservarla para siempre.

Rebeca y Patricia, su primera mujer, ya no podrán volver a equivocarse, a ser ciegas y ponerse la venda del amor que supuestamente redime. El asesino se tiró por el viaducto de Teruel horas más tarde. Quizá ya sabía que no encontraría otra abogada que volviera a creer tan firmemente en que su violencia no era algo innato, una convicción, la idea de mía o de nadie, casi tan antigua como la de que el amor todo lo puede, hasta cambiar el negro corazón de un asesino.