Llevo días haciendo recuento de los amores que por una u otra causa he ido dejando morir en el cajón de objetos inservibles, rotos, desencajados, sin la pieza que los hacía funcionar o mueren oxidados. Es una caja redonda, blanca, que en su día alguien me regaló con un juego de café dentro y ahora uso como contenedor de piezas sueltas. ¿Quien no tiene en casa un cofre donde meter los despropósitos junto a la cadenita de la primera comunión? Mi caja además lleva una cenefa alrededor que dice «material altamente inflamable», con muchos corazones dibujados y pegatinas de algún café lisboeta donde se lee con claridad «el mundo necesita crema».

En esta batea donde atesoro y alimento mis perlas, hay mucha poesía. No paro de encontrar papelillos con trazos firmes de versos muy delicados en los que fui dejando trocitos de mis viajes. Perdonadme el pensamiento, pero viene a cuento la poesía porque si bien vivo al margen en esta casa a las afueras, he visto pasar un desfile de muertos inolvidables por el camino azaroso de la actualidad.

Al instante, los titulares me han empujado hasta otro cajón donde guardo las herramientas de escribir y he sacado la lupa para observar con precisión a los protagonistas de la procesión que asomaba entre el brezo. ¡Ah sí sí, son de nuevo los poetas, los muertos inolvidables! ¡Qué poetas los de entonces! En esta casa hay uno latiendo, naciendo y muriendo cada día; en la misma entraña, -lugar físico y a días muy doloroso- ubicada junto a la espina dorsal, que como bien dijo Virginia Woolf «es la sede del alma». Bien, pues sólo los muertos inolvidables son los que viven eternamente. Y en esto hay que elevarse por encima de cualquier ideología.

Lo escrito con sangre escrito está y relumbra como una estrella. ¿ Y qué es una estrella sino un punto bellísimo e inexplicablemente prendido a la faltriquera negra del cielo de la noche? Eso es un poeta. Y es un hombre fragmentado al que sin permiso, de repente, alguien despierta de su siesta entre la hierba y le saca del contexto de su guerra interna. ¡Dejen dormir a los poetas!

En mi contenedor de piezas esmirriadas no falta un ejemplar casi deshilachado de Platero y yo, que con los años más me place y descoloca. Lo abro con admiración juanramoniana y de pronto, el día, las horas, mi casa, mi ánimo, mis apuntes, hasta mi plato de verduras, cambian de color hasta hacerse agua de tanta pureza. Leer poesía obra el milagro de la alegría. Dejen que amemos a Miguel, a Federico, Antonio o Manuel, a Jorge, Pedro, Luis y Jaime. ¡Qué poetas los de entonces!

De forma recurrente alguien con vocación de eternidad, se permite sacar en procesión a uno de nuestros muertos inolvidables, como quien despacha un documento en ventanilla sin atisbar que quien muere para siempre es él. Un poeta es alguien que nace ya herido de muerte pública prematura; nace muerto a causa de cualquier virus de su tiempo. Es un soldado sentenciado a muerte en su gran guerra, porque el poeta nace para la palabra y en su búsqueda eternal desfallece a cada minuto, en cada suspiro y borrón que mancha el lienzo de sus versos.

Qué atrocidad la de aquellos que se guardan el nombre de un poeta en el bolsillo para coser sus iniciales en la bandera de su Ayuntamiento o al revés, para sepultarlas, ensuciarlas o arrastrarlas hasta la dependencia más inhóspita de la oficialidad. Luego, claro está, viene la manada en tromba jaleando o condenando al poeta sin haber leído uno solo de sus versos; sin haber sentido un mínimo latido de lo que allí el poeta dejó escrito una tarde de paseo. Hiere por completo el costado, contemplar cómo a un poeta, por orden municipal se le convierte en ave de presa más que en ave del paraíso.

*Periodista.