Yo, al igual que la mayoría de ustedes, soy un ciudadano que vive, entre otras cosas, para viajar a diario en ese tren llamado política que muchos dicen ver pasar de lejos, pero del que quieran o no, sacan billete en algún momento de su vida --les ocurre inexorablemente a todos los mortales que convivan con otros mortales-- y por lo tanto, me interesé por el duelo Zapatero-Rajoy que nos ofrecieron casi todas las televisiones del país. La mayoría de los analistas políticos tenían claro, y lo transmitieron a las masas, que uno de los dos arrebataría una importante cantidad de votos indecisos al contrario.

Conociendo ya la guisa de estos dos intrépidos contrincantes, antes del debate me veía a un Zapatero con pose de vendedor pica puertas trajeado intentando endosar futuras bajadas de hipotecas, trabajos fijos y vacaciones paradisíacas, mostrando su clásica sonrisa inamovible, a pacientes aspirantes a la obtención de viviendas a 60.000 euros; también como ese amigo que en la adolescencia era capaz de colarse en el cine para ver una emocionante película de acción, y tú esperabas en la puerta con un apasionado deseo de que te la contara, pero al poco de empezar su narración, te quedabas dormido. Frente a este, me imaginaba a un Rajoy --cuya cara me recuerda a la de un ayatolá-- como un cura inquisidor sermoneando desde un púlpito con un discurso imperativo y perseverante, acusando a los pecadores socialistas de herejes, de despilfarradores y de juntarse con mala gente. Quienes se estaban ganando el infierno a pulso.

Pero no fue así. Uno de ellos, el que dobla las dos cejas para simular el vuelo de la gaviota, se perdió en el pasado para evitar encontrarse con el futuro, y no nos regaló esa sonrisa perpetua de Gioconda que dulcifica su imagen. El otro, el de la barba floreada con pétalos de rosa, recitó su letanía de acusaciones inquisitoriales de costumbre, pero esta vez con parsimonia de aburrido clérigo a punto de abandonar su fe.

Después de lo visto, todo sigue igual. Los dos candidatos se marcharon con los mismos votos que trajeron y en el mismo tren que llegaron.