TDte cuando en cuando, como un vendaval que todo lo quisiera arrastrar, escupir y trastocar, me llegan anónimos por lo que aquí escribo, con los que debería hacer prácticas de enceste en la papelera, sin mirarlos, pero que casi siempre abro en todo su sinsentido, o en todo su odio y rencor por una curiosidad que acaso sea algo morbosa.

¿Cómo es posible que todavía haya gente que practique semejante labor cobardesca, irracional, teñida siempre de ignorancia, prejuicios y demonizaciones? ¿Cómo puede alguien tomarse la molestia de lanzar piedras por lanzar, o por herir, o por incomodar, si el valor de un anónimo es absolutamente cero? ¿Se dan cuenta del diálogo de sordos que provocan, de su negatividad ante todo lo que sea interrelación --con cuanta discrepancia quieran, incluso acalorada--, de lo que tiene su actitud de antisocial, pues nada menos comunicativo que un escrito sin firma?

El tirar la piedra y esconder la mano ya de por sí descalifica a quien lo hace. Lo coloca no sólo en lo incorrecto sino en lo hosco, tosco e incluso delictivo. ¿Han recibido ustedes un anónimo? ¿No se han percatado de lo que tiene de infantilesco, de rabieta que no se ha digerido, de ridículo? ¡Qué pobre hombre, qué pobre mujer quien recurre a semejante procedimiento desposeyéndose de su propia identidad para afirmar, negar o defender cualquier cosa!

No sé si seguir leyendo anónimos, pero de hacerlo rezaré una oración por el alma turbia de quien lo dirige, porque por sus propios tormentos y demonios interiores merece --¡pobre!-- un poco de conmiseración y, a la postre, un trocito de salvación. ¡Qué infierno el de su vendaval lanzado a la intemperie, donde al final se topa con la nada!

*Historiador y portavoz del PSOE en el Ayuntamiento de Badajoz