Ocurre a veces que un paseo por las calles de una ciudad cualquiera, aunque no sea la tuya, te permite viajar de memoria a esas personas a quienes contemplas en un escenario vital: el niño que sueña junto a su madre mientras mira al gentío desde el autobús, dos amigas que se confiesan secretos, quién sabe si por amistad o necesidad, o el mendigo que come en el suelo a las puertas de un supermercado, como si poco le importara que el resto del mundo salga cargado con bolsas para llenar la nevera en el fin de semana. Son tantas las imágenes, que no me costaría adivinar entre la multitud al turista enamorado de la ciudad que visita o esa chica que, ilusionada, desfila por la calle recién salida de la iglesia porque acaba de casarse. Mientras, el ruido de los coches sirve de banda sonora a esta sinfonía de rostros anónimos que hacen vibrar la vida a la vuelta de la esquina. Caras que en casa o en el trabajo tendrán nombres y apellidos, que dormirán preocupados o imaginarán despiertos que mañana toca levantarse porque la vida espera ahí afuera. Como la anciana que el domingo por la mañana, tan vulnerable pero tan valiente, sale en busca del pan con el bastón en la mano o el conductor del bus que se entretiene con los goles de la jornada. O el camarero que sirve mientras otros se divierten mientras cae la tarde porque ya es otoño en cualquier terraza con vistas al asfalto. Quién sabe si en otra vida todos harían lo mismo o quizá nunca tendrán la buena o mala suerte de arrepentirse. Mirándoles de cerca, lo importante es que ellos hacen que la vida tenga sentido, que las calles respiren. Sencillamente por eso, porque son maravillosamente humanos.