Volvamos por un momento atrás en el tiempo, a nuestra infancia. A esa edad en que la oscuridad asusta, envuelve en temores. En la que un armario sin cerrar, con su puerta chirriante, se convierte en una invitación para disparar todos nuestros miedos y terrores. No sabemos qué se oculta allí detrás, pero presagiamos lo peor, imposibilitados por nuestra aprensión para levantarnos y mirar lo que hay dentro.

Ropa, cachivaches, cajas. Probablemente. Desde luego, nunca los monstruos que nuestra mente infantil nos puede hacer imaginar. Pues bien, el pasado lunes y martes asistimos como sociedad al terrible ejercicio de cuatro tipos pugnando por contarnos el más escabroso de los relatos: el miedo con lo que hay detrás del armario de cada uno de los otros. Nos (quisieron) quedó claro que todos esconden aviesas intenciones, y que eso --incluso si solo es insinuación-- debiera generarnos una creciente ansiedad. Pero ni nosotros somos ya niños ni podemos dejar que el miedo sea la única brújula que guíe nuestro voto este próximo domingo.

Está claro que la política contiene un altísimo componente de imagen. Los asesores de todo tipo están tan asentados como la existencia misma de los debates. Controlando no el contenido, descuidado en detrimento del mensaje y de su forma. Tampoco conviene movernos a escándalo, cuando estamos más que acostumbrados a dejarnos influir del mismo modo en las decisiones que tomamos o en nuestros comportamientos sociales.

Porque nosotros podemos ser, en realidad, cómplices de la calma de Iglesias, de la hiperactividad de Rivera, de la displicencia de Sánchez y del sosiego institucionalizado de Casado ¿Cómo? Comprando que esa pose es una realidad. Que no lo es. Porque contradice lo que sabemos de ellos y difícilmente se compadece con sus actuaciones previas. Pero poco les importa la incoherencia si alguien, al final, cree y se abraza a esa nueva referencia. Un voto más.

Mal que me pese, la emocionalidad siempre ha formado parte del mensaje político. Lo que no había ocurrido antes es que ocupara el papel prominente que ahora tiene. Sin embargo, el populismo en sus distintas vertientes ideológicas ha aprovechado el rechazo social que sufren algunas ideas, convenientemente disfrazadas de «incorrección» política, y el sentimiento de exclusión o desamparo de muchos, para situar la emoción en el primer plano.

Vox ahora, como Podemos antes, congrega a miles de personas a sus mítines. Tanta afluencia y con tanta pasión, que les mueve a pensar en que ya son corriente mayoritaria. Porque analizan, además, ufanos la comparación a las asistencias que viven sus rivales políticos y que palidecen ante el fervor propio. Pero sucede que un mitin no es una urna, como las redes sociales no son encuestas (sí es que éstas valieran para algo…). El votante medio del resto de partidos no coloca el sentimiento en primer lugar, por eso la asistencia a un mitin agitando una bandera no es el plan que le más le convenza.

Esta presencia masiva es gremial, enfervorizada y orgullosa de lanzar un mensaje. Un mensaje que antes estaba oculto, y en cierta forma era algo que sólo se comentaba en círculos muy reducidos y cercanos. Pero que ahora (como antes con Podemos) puede vivirse públicamente, con la fortaleza de verse acompañados de otros muchos que piensan lo mismo. Es «otra» salida del armario.

Nada que reprochar a los votantes y a la existencia de esas formaciones. Allá cada cual, aunque íntimamente piense que no, que no toda idea merece la misma protección de la libertad de expresión. No todo vale. Lo que más me preocupa en su vertiente social, común, es la psicología que empuja estas formaciones. Espolean a sus votantes desde la emoción, presentando construcciones teóricas que chocan, una y otra vez, con la realidad. Porque no se preparan para la gestión, sino para acaparar sentimientos.

Y eso desplaza el eje de cualquier debate político. Ya lo hemos comprobado en los debates. No oímos hablar de política exterior, energía, defensa, políticas de empleo, transporte. Poco de investigación. Nada de mencionar la palabra «crisis».

Menudencias, frente a la tentación de la conquista del voto por el miedo. Pero no, no lo tengan en cuenta el 28.