España es el país donde más tranquilizantes se consumen de toda Europa. Pero lo cierto es que, más allá de nuestras fronteras, la epidemia de ansiedad se extiende por el mundo como nunca antes lo había hecho.

Sin ambages, puede declararse que este es el mal de nuestro siglo en los países desarrollados. Y cabe, naturalmente, preguntarse por qué.

La ansiedad o estress es una emoción que surge como reacción natural frente a una situación de riesgo, que insta al organismo vivo a actuar para defenderse.

Por tanto, en sí no es mala; lo que es perjudicial es el exceso de ansiedad o su reiteración continua por motivos aparentemente nimios o inconcretos. Y esto es lo que, al parecer, está sucediendo en nuestra sociedad avanzada.

Si ocurre así es porque de alguna manera se percibe la existencia de peligros difíciles de precisar. Puede que estos sean a veces imaginarios, pero lo más probable es que se encuentren latentes bajo la superficie de una supuesta normalidad. En general, creo que se puede intuir que el perfeccionismo y la propia obligación social de fingir ser feliz están detrás de buena parte del problema.

Pienso que a lo que más se teme es a «no dar la talla» (en ocasiones, incluso literalmente), a no responder a las expectativas de nuestro entorno, que nos exige belleza, inteligencia, simpatía, alta competencia profesional o académica y aquiescencia a los estándares convencionales. Exigencias que actualmente redes sociales como Instagram o Facebook han elevado a su máxima potencia: necesitamos constante aprobación (likes) como agua de mayo, tal vez para compensar el aflojamiento cada vez mayor de los lazos sociales tradicionales: aquellos que nos unían a la familia, al grupo de edad o de trabajo y al territorio (barrio, pueblo o aldea) y nos acompañaban afectivamente a lo largo de la existencia.

La sociedad consumista, liquida e hiperindividualista, deshace esos lazos y nos deja solos, literalmente, «ante el peligro». La etiología de la ansiedad señala al capitalismo más agresivo como su causa.

La alegría, la risa, la tranquilidad, la falta de prisa, la comunicación personal cara a cara, los abrazos, la solidaridad, es decir, todo lo que nos falta ahora, son el antídoto para esta epidemia del siglo XXI.

Pero para conseguirlos, es preciso dar un vuelco al sistema de la competititvidad y el consumo extremos, el mismo que amenaza al planeta, y volverse hacia una forma de vida más humana y natural, desacelerada, contemplativa y pausada.